Foto: Anne Geddes |
Somos tres hermanos. Paco, Pepe y Pico. Nacimos uno detrás del otro con un intervalo de quince minutos y a partir de ese momento nos llamaron, no sabemos por qué, insoportables, irritantes, latosos. Y lo único que hacíamos era dormir durante el día y berrear por la noche para hacer fuertes nuestros pulmones. Comenzaba el primero, cuando se cansaba, comenzaba el segundo y luego el tercero. Nunca nos agradecieron que no lo hiciéramos los tres a la vez.
Nuestro pueblo con sus montañas a lo lejos, el mar más cerca y un río que fluye tranquilo, estaba pidiendo a gritos el barullo que nosotros estábamos dispuestos a darle. Conocíamos todos sus rincones mejor que los perros y gatos que pululaban a sus anchas.
El médico, un despistado, se dejaba puesta la llave de su jeep, el único que había en el pueblo. Y un día nos encaramamos en él. Arrancar, arrancó. Todo iba bien hasta que fuimos cayendo, despacio, eso sí, por la hondonada que lleva al río, allí quedó sumergido hasta la mitad y con mucho esfuerzo, salimos de él a barrancas y trancas. Nos llevamos un buen susto y como es lógico nos escondimos.
Alguien vio el jeep y dio la voz de alarma. Cuando nos encontraron tras dieciocho horas de búsqueda, nuestra madre lloraba mientras nuestro padre sacaba los correas de las trabillas de sus pantalones, serio, despacio y mirándonos. Menuda paliza.
Nos castigaron a trabajos forzados, a limpiar de rabo a cabo la iglesia parroquial y pintar las cercas de los patios. Y eso no fue justo. Cada falta un castigo. No dos, ni tres. Uno. Creemos que los mayores sintieron envidia, porque mejor proeza nunca hicieron ellos.
Nuestra intención fue dejarles descansar una semana pero nuestro progenitor que no sabe estarse quieto se postuló para alcalde. Daba mítines por todos los pueblos. Y sus hijos no iban hacer menos. Un día al salir de clases hicimos una concentración, esta vez de protesta, enseñando las huellas que aún se podía ver en nuestros cuerpos y pidiendo que no votaran a nuestro verdugo porque si eso se lo hacía a sus hijos qué no haría a los ajenos.
Nuestro minuto de gloria duró el tiempo que necesitó nuestro padre para subir al escenario y bajarnos de allí asidos como conejos. De paso compró tres cadenas con tres candados en una ferretería. Al llegar a casa ató nuestros pies a las patas de nuestras camas sin acordarse que se podían desenroscar; lo que hicimos, y sin pérdida de tiempo, salimos a la calle con estruendo de grilletes para denunciar al mundo que la esclavitud… seguía vigente.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario