domingo, 2 de febrero de 2025

Amantes de mis cuentos: Huellas del camino

 


 

Cuenta la leyenda que el juego de La Oca fue creado por los templarios en el siglo XII, inspirándose en el Camino de Santiago. Eso comentan. A mis nietas les encanta y cada tarde le dedicamos un buen rato.

Hoy los recuerdos se me agolpan. Vuelvo a aquella época cuando, muy ufano, me fui a Roncesvalles. Alquilé una bicicleta, sin acordarme el trabajo que cuesta sortear el abismo que media entre las aspiraciones y las aptitudes de uno.

Antes de comenzar el Camino entré a ver a la Virgen. Cuatro hombres y dos mujeres esperaban a que los religiosos terminaran de rezar los «laudes». Estaban sentados, cada uno en un banco, eso demostraba que no se conocían.  Al finalizar los rezos, un sacerdote nos dio la Bendición.

—Venga, abuelo, te toca tirar.

Salí de la Iglesia. Cada cual tomó su camino. Me puse la mochila a la espalda, pero en vez de subirme a la bicicleta se me ocurrió que habiendo leído que la Colegiata era el único ejemplar en España del gótico francés, lo menos que debía hacer era visitarla.

Dicen que la edificó el rey Sancho VII El Fuerte, el que medía dos metros y le tuvieron que enterrar con las piernas cruzadas. ¡No cabía en el ataúd! Este rey participó en la batalla de las Navas de Tolosa y de allí se trajo unas cadenas que desde entonces forman parte del escudo de Navarra. No pude ver la famosa esmeralda de Miramamolin, ni el Ajedrez de Carlomagno. No recuerdo el motivo.

Después de saciar mi curiosidad me dirigí a Burguete, es un pueblo con techumbres a cuatro aguas. Así que seguí hasta el Espinal. Las casas son muy parecidas al anterior. Lo dejé atrás.

Ante mis ojos apareció Viscarret y aparqué cerca de una de las señales del camino. Un buen bocadillo de jamón y queso, aderezado con vino era lo que me apetecía. Con la barriga llena y cantando seguí mi rumbo. Llegué a Zubiri, nada más entrar me topé con una señal: Puente medieval y albergue de peregrinos. Lo que buscaba. Me voy a cenar. Mañana será otro día.

−Abuelo, has caído en el puente, tienes que ir a la Posada y pierdes el turno.

−¿Qué?

Siempre he tenido fama de tramposo en los juegos de mesa, pero esta vez estoy alelado recorriendo el Camino a la vez que juego. 

Al día siguiente, suena el despertador a las cinco y media de la mañana. Me levanto con agujetas. Esto de pedalear tiene estas consecuencias. Continúo mi camino y encuentro a dos ancianos de unos noventa años que hablan de sus cosas. Presto atención. Uno de ellos es hermano del que fue cura durante cuarenta años en ese pueblo. Hablan de la Guerra Civil y de cómo está la juventud. El otro cuenta que su padre murió en la Guerra de Cuba.

−¡Eh, abuelo! Espabila.

Tiro el dado con desgana y caigo en la casilla de la cárcel. Tendré que dejar pasar dos turnos.

Llego al refugio de Trinidad de Arre. A los peregrinos que iban andando y en bicicleta les he perdido de vista. Yo voy a mi aire. A ver, ¿es culpa mía pararme a contemplar esas buganvillas, ese derroche de colores que encuentro por el camino?

−Abuelo, ¡despierta!

Mi hija, como siempre, mete baza, la escucho aunque habla bajo: Hay que ver lo cargantes que son los hombres. Si no fuera porque debemos perpetuar la especie se podría prescindir perfectamente de ellos.

No me molesto en contestar. Tiro el dado y con tan mala suerte caigo en la casilla de la Calavera: tengo que volver a la casilla número uno.

−Abuelo, ¿qué te pasa, hoy?

−Es que estoy pensando en el cantar de los ríos, en las iglesias románicas donde se escucha el silencio, en la tierra reseca que aguarda la tormenta...

Mi prosa poética ha sido interrumpida por un grito atronador:

—¡He ganado! —y frente a mi deteriorado oído, chilló— ¡Soy la mejor!

Es la mayor de mis nietas que es idéntica a su madre. La pequeña se tiró al suelo y se echó a llorar. Y yo, de pronto, no me explico qué me ha pasado. ¿Cómo es posible que me haya dejado ganar?

 

© Marieta Alonso Más

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