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domingo, 14 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: El secreto de la vida

 



 

Abrió el frigorífico, lo volvió a cerrar y protestó por no tener leche fría. Ningún recipiente, bote, frasco, brik, estaba a la vista.

¡Mamá! ¿Dónde está la leche?

Silencio

¡Mamá!

El abuelo levantó la vista del crucigrama. Este adolescente se creía que con desear y pedir lo obtenía todo.

—Hijo, no sé si sabrás que las vacas, las cabras, las llamas no dan leche, así como así. Hay que ordeñarlas.

El chaval, por un momento dejó el móvil, lo miró con cara de aburrimiento y soltó:

—Abuelo, estás tonto.

Este, puesto en pie, se ponía la chaqueta para dar su paseo diario.

—Hijo, para que tú bebas leche, alguien se levantó a las cuatro de la madrugada, fue al establo, caminó entre excrementos, ató las colas, las patas, se sentó en un banquito, colocó el balde e hizo los movimientos adecuados.

—Déjame en paz, carcamal. Ya estás con tus historias.

El abuelo se dio la vuelta. No sabía cómo hacerle entender que no todo es fácil, que la realidad no es color de rosa, que la felicidad es el resultado del esfuerzo.

Al llegar a la puerta de la calle, retrocedió. Se acercó a su nieto y le dio un ligero coscorrón y un beso en la espesa cabellera. Nunca se sabe, pensó, si al doblar la esquina, llega el último día, el último abrazo, el último…

Y no quería que, cada vez, que su nieto tomara leche recordara lo borde que había sido con su abuelo.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 7 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: La musa enamorada

 




A veces, en primavera, cuando la luz de la tarde se filtra por la ventana, se le escapaban suspiros.

Un olor a pimienta y canela, hizo que levantara la cabeza y husmeara el aire. Se preguntó atónita si no sería cierto aquello de que el dueño del cortijo y la lavandera hablaban de amores. Pero, eso a ella… ¿Qué le importaba? Su pensamiento voló muy lejos.

Sus padres tenían una cabaña de troncos al pie de la sierra del Rosario, en Cuba. En ella nunca Robert Redford le lavó el pelo. Lástima. Un paisaje tropical como aquél era un recreo para la vista, y a lo mejor, ese hombre que levantaba pasiones se hubiese olvidado de que ella no era Meryl Streep. Por ese detalle insignificante, su querido actor nunca podría oír el murmullo del riachuelo, ni el canto del sinsonte, ni el ulular del viento entre los árboles.

Regresó del ensueño y posó sus pies en su nueva tierra. No se podía ser tan soñadora. ¡Era tan dada a mecerse entre las nubes! De pronto, percibió un leve olor a gasolina. Oyó el ruido de un motor. Giró la cabeza, un Land Rover aparcaba enfrente de su ventana. Se bajó un hombre. Más feo, imposible.

Pero no fue hacia su casa, sino a la que lindaba con la de ella que siempre había estado cerrada. ¡Si hasta las telarañas se habían adueñado de aquella preciosa vivienda! Oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Luego, el silencio. Al rato el sonido de las teclas de un piano inundó la plaza.

Despacio se levantó, siguiendo las notas musicales. Subió a un árbol a fisgonear y vio unas manos deslizándose por el teclado. Unas manos de dedos largos, finos, ágiles… Unos dedos capaces de crear no solo sonidos, también profundos sentimientos. Y quizás, incluso, podrían lavarle el pelo…

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 24 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: El poeta

 


 

Mi primo Nicolás contaba que cuando él vino a este mundo nadie le estaba esperando y su dolor profundo lo aliviaba caminando.

Nos reuníamos en el café de Víctor y cuando se levantaba filosófico solía mirar a los hombres pasar porque hay que mirar para ver, te digo, hay mucha gente que llora. Yo, en cambio, me río, porque la risa es salud.  

Conoció a su mujer de una callada manera. La conquistó como si fuera la primavera porque una tarde dando un paseo le derramó en la camisa todas las flores de abril.  

Yo, ingenuo, pobre de mí, creía todo lo que me contaba, hasta que la conocí a ella. Entre risas me ponía al tanto: esto sí, esto no.  

Y los tres a carcajada limpia brindábamos por todo. Por Nicolás, tan primaveral, te digo. Por ella, que era como el otoño, como los fuertes vientos. Por los hijos que no tuvieron y los estaban esperando. Por mí, que lo veía todo como si fuera un invierno sin abrigo. Por nosotros. Por el tiempo que pasa tan rápido y a veces tan lento. Por abril, por noviembre, por febrero. Y por la vida. Esa que a veces te llena de costurones.

Te digo.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

Pequeño homenaje a la poesía de Nicolás Guillén que lleva días rondando en mi cabeza, zarandeándome, de no tan callada manera.

domingo, 10 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Final de curso

  



Había ido a recoger a mi hija cuando vi a un hombre enorme, tan gordo como alto a la entrada del colegio. Su vozarrón era como un cañonazo y mi niña comenzó a llorar, a temblar.

—No llores, no tengas miedo.

Quien así hablaba era uno de los profesores. El de los ojos grandes, verdes como la pradera, como los aguacates, tan luminosos que se reflejaba en ellos lo que estaba mirando. Me saludó con amabilidad. Se fue hacia aquel hombretón y le plantó cara. El mastodonte, con la cabeza gacha, se alejó.  Luego, ojos bellos, nos explicó que aquel individuo era como un viejo león que de vez en cuando quería comprobar que aún era capaz de rugir. 

Nos miramos, y no sé lo que sentí. Mi corazón dejó de latir por un segundo. En sus ojos vi el mismo fuego que en los míos. Caminamos hacia nuestras casas sin hablar, de vez en cuando nos mirábamos y sonreíamos. Vivíamos cerca. Adiós, me dijo; y me puse roja como la grana. Tras la cena, me senté como todas las noches a escribir. Tenía que terminar una novela, el editor ya había dado un ultimátum. Sonó el teléfono. Mi niña contestó, lo trajo y se sentó a mi lado. Era para mí.

La voz al otro lado dijo algo. Aparté del oído el aparato y lo miré con asombro, con emoción. Volví a escuchar para no perder detalle. Me estaba diciendo que desde principio de curso se había enamorado, que había encontrado a esa persona que lo hacía mejor, que iba a ser muy claro conmigo. ¿Sentía yo lo mismo que él? Silencio. Aquel instante fue eterno. Mi hija, al verme tan callada, con los ojos humedecidos tomó el auricular y gritó:

—Sí, sí, sí. Mi mamá está afónica y no puede responder.

La imagen del viejo león me vino a la cabeza. Gracias a su rugido mi querido profesor había tenido el valor de llamar.

 

© Marieta Alonso Más

 


domingo, 3 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Al oeste

 



Aleida era cubana y Peter estadounidense. Vivían en Wyoming. Se conocieron de casualidad. El mismo día que ella salió de su tierra, bajando las escalerillas del avión tropezó y cayó en brazos de Peter. Eso fue suficiente. Su matrimonio duró sesenta años.

Peter, un bendito, había ido por un año a Miami a trabajar en el aeropuerto y allí había encontrado la felicidad, repetía sonriendo una y otra vez. Siempre había soñado con volver a su terruño y dedicarse a la agricultura que era para lo que había nacido, pero la vida lo llevó a ser guarda del primer parque nacional del mundo: Yellowstone.

Contaba a su mujer, que mucho tiempo atrás, los grandes rebaños de bisontes deambulaban por allí. Y ella le contestaba con picardía, en español, idioma difícil para él, que le gustaba la Pradera por la forma tan lujuriosa con que crecía la hierba, por los osos grises, los lobos, los alces…, y por su cara, ajada, con esos surcos profundos de una vida al sol tan parecidos al curso del río Cheyenne. Como hablaba tan bajito, tan dulce, tan amorosa, Peter entendía lo que quería oír.

Al principio sus padres pensaron que, siendo habanera, no pasaría mucho tiempo sin que regresara al bullicio de Miami, pero no, Aleida se enamoró de las Rocosas, de las Praderas, de su casa tan recogidita, tan suya y con un terreno que la bordeaba donde podía tener un jardín.

Al principio, como es natural, solo hablaba cubano, se entendía con su marido por señas, al tacto, miradas, hasta que aprendió con una rapidez escalofriante el inglés y en su fuero interno alardeaba de hablarlo mejor que él.  

La casa de los Smith lindaba a ambos lados con otras dos casas idénticas. En una vivía un matrimonio que se ufanaba de ser de origen arapaho y en la otra la familia era descendiente de los crow. Y como no podía ser de otra forma, siendo cubana, Aleida ideó poner en el patio un tipi donde las tres mujeres se reunían a chismear de los otros vecinos, a coser alfombras, mantas, a intercambiar recetas de cocina.

Todos los veranos la familia de Aleida se presentaba y dormían en la tienda mejor diseñada del mundo, ese irrebatible criterio general. Y los animaban a mudarse para Miami, donde el clima era sinónimo de felicidad. Y ella contestaba que no podía ir a buscar lo que ya tenía.

Los años fueron pasando, llegaron los hijos, los nietos y los descendientes de aquel matrimonio cubano norteamericano se mezclaron con amerindios, mexicanos, asiáticos, españoles…, y la cubana aseguraba que su familia era tan inteligente, con tanta belleza interior y exterior, gracias a las mezclas que había en ella.  

Una noche de primavera, Aleida muy enferma, a sus ochenta años, sentada en el porche con su marido al lado le oyó decir que ella, para él, era la diosa del amor. Mirándolo de reojo le advirtió: Recuerda que Venus es siempre la primera luz del cielo y te estaré vigilando. Y con esa sonrisa suya, rodeada de flores, se marchó.

Cada noche tras el ocaso, él busca ese planeta y le cuenta lo que ha hecho durante el día.

 




© Marieta Alonso Más

domingo, 27 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Ardilla talentuda

 



Me gustan los animales. Lo juro. Hasta los de dos patas. Pero con las ardillas tengo un problema, las hay de todos los tipos: burlonas, serias, juguetonas…

Las del parque de mi casa suben y bajan por los árboles con una agilidad pasmosa, algunas se han sentado en mi ventana a ver la televisión y el otro día vi a una esperando que se pusiera rojo el semáforo para atravesar la calle. La cola les sirve de timón.

Su alimento preferido son las nueces, pero la que se piensa que yo soy su padre come bayas, insectos, alpiste, rosetas de maíz, hasta la he visto saborear mis pastillas para la tos.

Me dijeron que les gustaba la música, pero la que me tiene en un sin vivir no se conmueve ni con Mozart, lo que le gusta es molestar a mi perro Lupus, a mi gato Tigre, a mi canario Kraus. Pasa corriendo junto a ellos, se trepa al árbol más cercano y desde allí se burla de sus ladridos, maullidos y trinos.

Cuando salgo a la calle me sigue saltando de rama en rama. Y eso que antes de abrir la puerta, por la ventana, compruebo si está por los alrededores. Tiene que tener un escondite secreto desde el que me vigila. Pues por muy sigiloso que ande: ¡de pronto!, salta la ardilla.

Desesperado me senté en el parque y hablé al árbol más frondoso. Sabía que estaba allí. 

A ver, Petigrís, vamos a ser sensatos. Si quieres vivir en mi casa, tienes que ser amigo de quienes ya vivían en ella antes de que aparecieras. Esta familia forma un equipo. Si te sientas a mi lado es que aceptas mis condiciones. Si no te interesa, aléjate. Y la muy cuca se sentó, me miró con cara de buena persona y le guiñó un ojo a Lupus y el otro a Tigre. No sé lo que pensará Kraus de la nueva adquisición.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 13 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Vida casi miserable

 



 

Esto de vivir causa fatiga. Desde el mismo momento de nacer tuve la sensación de que nadie me estaba esperando. A mi madre se la llevaron a quirófano y yo estaba solito bajo una cámara de oxígeno. Luego me cogieron por las piernas y boca abajo me dieron unas buenas nalgadas hasta que solté un berrido.

Si yo fuera un lobo feroz lucharía por desterrar las injusticias que hay en el mundo, y en particular en mi casa, pensaba a mis siete años ante un plato de judías verdes que estaban asquerosas. Ni una en el plato, me advertía mi madre, y eso significaba que si se me ocurría desobedecer no podría ir a jugar con mis amigos.

¿Por qué tengo tan mala suerte? La madre de Daniel, mi mejor amigo, nunca le obliga a comer judías verdes. Ella es quien debía haber sido mi madre y no la vegetariana que tengo. 

Menos mal, que en mi ayuda siempre viene Conga, mi adorable perrita, que paciente espera que salten por el aire las judías masticadas. Al no haber rastro de ellas su madre se cree que están en mi barriga.

Ya en la pubertad gritaba pidiendo amor y ni siquiera el eco contestaba. Y buscando un gran amor me casé cinco veces y con cada una cinco hijos. Lo único que he hecho durante toda mi vida es trabajar para ellos.

Ayer, leyendo el periódico local me topé con mi esquela. Llamé por teléfono a la redacción y me dicen que, si quiero comprobarlo que vaya al tanatorio del pueblo, a la sala número 7.

Allí me presento y me veo de cuerpo presente.  Nunca he sido tan feliz. Toda mi familia reunida, unos tristes, otros menos y mi primera mujer llorando. Nunca debí separarme de ella.

 

 

© Marieta Alonso


 

 

domingo, 6 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Ser vago requiere mucho esfuerzo

 




Hay tres clases de animales en el mundo: Los herbívoros, los carnívoros y aquellos que comen todo lo que prepara su madre. Ése soy yo.

Mi padre era un hombre ahorrador. Todo su afán era comprar pisos. El ladrillo es una buena inversión, decía siempre. Mi madre no paraba de hacer cosas. Era una hormiga. Y entre los dos lograron tener cinco pisos. Yo no. Soy de los que ni siquiera buscan excusas para no trabajar. Me levanto sin necesidad de oír el ruido del reloj.

Mi madre me tiene el desayuno preparado, lo ingiero, después doy un paseo para mantenerme en forma y hablar con los amigos. Luego regreso y me pongo a leer. Mamá es una excelente cocinera, así que como, me echo una siesta de unas dos horas y vuelvo a mis libros. Ceno y salgo a la calle para olfatear el aire nocturno y mezclarme con los fantasmas. Mis pasos son ágiles y silenciosos, como si fuera un comanche. Aunque me encanta la madrugada, soy como Cenicienta a las doce en punto regreso y me voy a dormir.

A veces, cuando mi madre se levanta de mal humor, suele repetir que los pájaros aprovechan la luz del día para recoger semillas y yerbas para el nido. Cuando oscurece se recogen para pasar la noche. También los tigres duermen durante el día en algún lugar sombrío, pero rondan durante toda la noche en busca de alimento. Y la pesada termina: «Mal lo pasa quien con un vago se casa».

La tranquilizo. No seré yo quien se case. Requiere mucho esfuerzo.

Y ella llora porque nunca va a conocer un nieto.

Hace quince días a mi madre se le ocurrió morirse. Me quedé de una pieza. Sin saber qué hacer me vino a la mente la oración que rezaba todas las noches: ¡Ayúdale Señor, a andar derecho!

Y ¡vamos!, sí que anduve derecho. Alquilé los pisos y ahora vivo en este hotel a cuerpo de rey.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 29 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La loba

 






Ilustración de Carl Offterdinger

 (1829-1889)





Tras su divorció, emigró con sus siete hijos a la capital en busca de libertad, bienestar y sobre todo poner tierra por medio entre el agresivo de su marido y ellos. La ristra de hijos comprendía desde los nueve años del mayor hasta los seis meses del pequeño, cabían debajo de una canasta. Todas las mañanas salía a trabajar como asistenta. De lunes a viernes, los de edad escolar a clases y los otros una vecina se los cuidaba. Los sábados los mayores cuidaban de los pequeños durante la mañana. Cada vez que su madre salía les recomendaba no abrirle a nadie la puerta de la calle. Lo tenían prohibido. No se cansaba de repetirlo. Regresaba a las tres de la tarde, organizaba la casa y los llevaba a jugar al parque después de hacer la única comida fuerte del día.

Desde un banco del parque una mujer les observaba. Pensaba que la vida era injusta, que Dios le daba barba al que no tenía quijada porque aquella mujer sin medios económicos tenía siete hijos, en cambio, ella que lo tenía todo era estéril.

Los miraba de reojo, de frente, intentaba oír la charla infantil e ideaba la forma de ganarse la confianza de la madre y de los niños. Y así fue. Llegó a ser la señora de las chuches.

Un sábado por la mañana tocó a la puerta de la casa de los niños y dijo que les traía bocadillos. Tenían prohibido abrir la puerta, contestó el mayor.

—Pero si soy yo, vuestra amiga.

—No, no podemos abrir, cantaron a coro.

—Lástima, tendré que tirar los bocadillos.

—¿Por qué no nos lo llevas al parque?

—Es que esta tarde no voy a poder ir.

Mientras tanto el mayor iba trayendo libros al pie de la puerta para subirse en ellos y mirar por la mirilla. Comprobó que era la señora de las chuches:

—Le voy abrir, pero solo un momentico.

Dicho y hecho. Nada más abrir la puerta se arrepintió. La señora traía una cuerda y fue amarrando uno a uno menos al mayor que había salido corriendo a esconderse y al pequeño que lo llevaba en brazos. Ella no perdió tiempo en buscarle. Se marchó con los otros seis.

 

Al llegar la madre se sorprendió al ver la puerta de par en par. Histérica comenzó a llamar por sus nombres a sus hijos. Nadie contestaba. Fue de habitación en habitación. Al llegar a la cocina…

—¡Mamá!

—¿Dónde estás?

—Aquí.

Y siguiendo la voz le encontró casi morado metido en el frigorífico. Llamó a la policía mientras lo llevaba al Hospital. La policía ya estaba al tanto. La vecina que cuidaba por las mañanas a los pequeños lo había visto y oído todo y estaba a cargo de los seis pequeños. Tras las rejas, una mujer, gritaba que eran sus hijos.   

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 8 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La luz de la luna

 


 

Mi hermana y yo somos gemelas. Tenemos cinco años. Ella se llama América y yo Europa. Cosa de mis padres. A nosotras nos gustaría llamarnos Carmencita y Pilarín, pero no puede ser. Hay unos libros donde ya están escritos nuestros nombres.

Hace muchos días vinieron los abuelos a nuestra casa pusieron sábanas a los muebles, rellenaron una maleta con nuestra ropa, juguetes y un montón de papeles. Nos trajeron a su pueblo. Dicen que nuestros padres se fueron de viaje, nada menos que a la luna.  

La casa de los abuelos está muy cerca del río, es muy grande, con los techos muy altos, por las noches se oyen ruidos muy extraños, las maderas crujen como si alguien las pisara. El abuelo dice que no nos preocupemos, que son los fantasmas. 

Y nuestra mente de niñas se envalentonó, unas veces eran fantasmas buenos, otras malos. Se lo preguntamos a la abuela y nos dijo que ni fu ni fa y siguió con la cena. Las dos tomadas de la mano nos sentamos a pensar que así se llamaban y que por las noches con unas sábanas blancas mecidas por el viento entraban en nuestra habitación, se nos quedaban mirando y luego, ante el ventanal, contemplaban la luna.

Esa noche delante de la foto de bodas de nuestros padres les hablamos muy seriamente. Que regresaran, que se dejaran de tanto viajar, que cerca de nosotras vivían unos fantasmas a los que les gustaba la luna y que, quizás, por estar hambrientos —la abuela nos obligaba a comerlo todo— a lo mejor pretendían tragarse a los turistas de la luna. Que tuvieran mucho cuidado.

Al día siguiente estábamos jugando con nuestras muñecas tiradas en el suelo del comedor, cuando oímos a la abuela hablar en susurros con la vecina. Como es natural nos levantamos y pegamos las orejas a la puerta. Le decía llorando la tragedia que había caído sobre nuestra familia. Nuestros padres habían muerto en un accidente de coche.

Ahora sí que lo comprendimos todo. Los fantasmas no eran unos extraños, eran nuestros padres que nos arropaban de noche.  



© Marieta Alonso Más


domingo, 1 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: Séptimo cumpleaños

 



Por la puerta siempre abierta se asomaba la cara de un niño. Sus ojos, negro azabache, brillaban repletos de risas. En el establo que estaba a pocos metros, una vaca pateaba el suelo y otra estaba acostada sobre la hierba. Hasta él llegaba un penetrante olor: la mezcla de paja y estiércol.

Se oyó la voz de la abuela llamando a desayunar. Era el día de su cumpleaños. A mediodía irían a celebrarlo a casa de la tita Ofelia. Le encantaba comer en casa ajena. La abuela siempre hacía cocido, pero su tita, no. Al primero le llamaba aperitivos: queso, jamón, lomo, aceitunas, ensaladilla rusa… Todo le gustaba. Luego le ponía en el plato un inmenso filete de ternera que el abuelo cortaba a cachitos. De vez en cuando, el anciano le robaba uno y él hacía como si no lo hubiera visto. Por fin el postre: arroz con leche. Y el primer regalo. No sabía cómo se las ingeniaba, pero tita Ofelia siempre acertaba con lo que él más deseaba y eso que estaba en una silla de ruedas. El regalo de los abuelos era muy barato, cientos de besos. Lo demás eran malcriadeces, comentaban.

Luego volvían a la finca para recibir la visita de su tío Ramón y su tía Hortensia, las dos cuñadas se toleraban. Y lo mejor de todo, la llegada de sus cinco primos. Recibía más regalos y a jugar. Era feliz entre tanta gente, entre tantas emociones.

Pero aquel cumpleaños terminó en desastre. Uno de los primos corriendo tropezó con la mesa y el juego de té, la joya de la familia, se hizo añicos.

Han pasado muchos años. Y todavía recuerda la expresión de terror de la tía Hortensia y el grito de la abuela ¡Dios mío! Desde entonces detesta el té. Bebe café.

 

© Marieta Alonso Más    

 

 


domingo, 25 de mayo de 2025

Amantes de mis cuentos: No sé si soy normal

 


 

Tengo una amiga de la infancia. Estudiamos en el mismo colegio, en la misma Universidad, trabajamos en la misma Empresa, nos casamos el mismo año y cada una tuvo tres hijos: ella varones, yo chicas. Enviudamos con mes y medio de diferencia. Ya estamos jubiladas.

Por suerte, aunque vivimos en la misma ciudad, media hora de trayecto en autobús nos separa. Lo digo porque a veces me dan ganas de retorcerle el pescuezo. Si digo de ir al cine hay que ver la película que ella quiere, si vamos de compra considera una birria lo que a mí me gusta, si la animo a formar parte de un Club de Lectura, más de tres es multitud, si la invito a merendar pone pegas a todas las tapas y dulces que pongo en la mesa…

Pero, hoy, otra amiga se ha puesto a despotricar de ella y me ha sentado fatal.

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 11 de mayo de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez. El ferretero

  



A mis siete años ejercía el oficio de limpiabotas. Mi puesto de trabajo estaba en la esquina de una ferretería que vendía tornillos, sacos de cemento, herraduras y también cosas para el hogar. Cuando no tenía clientes pegaba mi nariz en el escaparate y contemplaba un precioso juego de café.

Raro era el día que el dueño no saliera a la puerta y me preguntara cómo me iba en el colegio, si sabía leer de corrido, las cuentas... Yo con la boca pequeña le decía: así, así... No me sentía con fuerzas para decirle que la mayor parte de las veces no iba a clases. Aquel hombre era conocido por todos los vecinos, pero no por su nombre, era el «Gallego». Llevaba en Cuba muchos años, más de sesenta.

Un día me preguntó si bebía café y yo le contesté que no, que solo un buchito del de mi madre.

—Entonces, te gustan los platos y las tazas.

—Tampoco.

Puso cara de extrañeza. Yo le conté que un día a mi madre se le aguaron los ojos al ver aquellas tazas tan bonitas y dándose la vuelta me había dicho: Cuando seas mayor, me comprarás uno igual ¿verdad, cariño? Desde entonces cada vez que recibía una propina la guardaba en mi alcancía.

El «Gallego» poniéndome el brazo sobre los hombros, sonrió:

—Vamos a hablar de hombre a hombre.

—Pero, yo solo soy un niño.

Hicimos un trato. Todas las tardes haría con él las tareas del colegio y leeríamos poco a poco un libro de cuentos. Si a final de curso aprobaba, ganaría un juego de café idéntico al del escaparate, pero en vez de doce, serían seis tazas, seis platos, seis cucharillas, y si sacaba sobresaliente añadiría una jarra para el café, otra para la leche y un azucarero.

—¿Estás de acuerdo?

No pude contestarle. Los ojos los tenía como platos.

Cada tarde aquel hombre me sentaba en la trastienda y allí aprendí a leer, a escribir…  Un acierto un mango, dos aciertos una timba de guayaba, por cada error un coscorrón, que no me dolía, aunque yo gritara para que pensara lo contrario.

Cuando pasé de grado, mi madre tuvo una gran sorpresa: 21 piezas de aquel juego de café con el que soñaba.

 

© Marieta Alonso Más  

 

 

 

 

domingo, 4 de mayo de 2025

Amantes de mis cuentos: Cuatro estaciones

 



Es uno de esos días de invierno en que la Villa de Madrid está especialmente bella... Como cada vez que es el cumpleaños del abuelo, ya tiene noventa y ocho, y repite: «Esta será la última fiesta familiar a la que podré asistir». Nunca sé qué contestar, bien pudiera ser verdad. La abuela lo manda a callar y pregunta: ¿Dónde están tus gafas? Siempre están perdidas.


Es uno de esos días de primavera en que la Villa de Madrid está especialmente bella... La familia al completo va de paseo para disfrutar de la floración, el despertar de los animales, el regreso de las aves migratorias. Es la renovación de la vida. En esos días la música calma los ánimos. Me encanta Vivaldi y aunque mi marido prefiera a Tristán e Isolda, no lo puedo evitar, Wagner me espanta. A mis suegros les gusta Mozart y Strauss. Los niños se pelean por el Reguetón. 


Es uno de esos días de verano en que la Villa de Madrid está especialmente bella… Sin tanto tráfico, con mucho calor, los días más largos y las noches más cortas. Solo echo en falta el mar y unas gafas de sol. Para darme ánimo, mi marido me da un beso. Yo me siento violenta si lo hace delante de los niños. El pequeño corre a abrazarnos, quiere también un beso, pero la niña que está en plena adolescencia mira hacia otro lado como avergonzada de esa ridiculez a nuestra edad.


Es uno de esos días de otoño en que la Villa de Madrid está especialmente bella... Las hojas de color verde cambian a tonos amarillos, rojos, ocres. Luego se secan y caen ayudadas por el viento. Hoy regreso pronto del trabajo. Cuando llega mi marido con los niños del colegio nos vamos al oftalmólogo. De allí a la óptica. Al llegar a casa nos hacemos una foto. Ya está. Todos con gafas, menos yo, que uso lentillas.



© Marieta Alonso Más

 

domingo, 27 de abril de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez. El farmacéutico

 


Era un pueblo de campo con nombre rimbombante. En una esquina de la calle Real había una farmacia. El boticario era algo cascarrabias y tenía una expresión en la cara, que a veces, dejaba sin palabras. En cambio, María, mi hermana pequeña, lo llamaba tío Pancho. El hombre no tenía hijos ni sobrinos y hacía unos pocos meses se había quedado viudo.

De vez en cuando le daba vitaminas a mi madre para nosotras. Según ella, yo era lo más parecido a un cardo borriquero. Un día el pobre hombre fue a darme un beso y me limpié la cara. Desde entonces ni me miraba, yo a él, tampoco.

Cada mes subía a María a una pesa y anotaba en una libreta el resultado. También en la trastienda, en una pared iba marcando su crecimiento.

De lunes a viernes para ir al colegio teníamos que pasar por delante de la botica. Tanto a la ida como a la vuelta, la empalagosa se paraba a darle un beso y él le regalaba azúcar candi. A mí nunca me dio nada. Siempre estaba detrás del mostrador. Los sábados cuando íbamos al parque infantil, la besucona corría a darle un abracito y le daba lo de siempre. Y le advertía del peligro de impulsarnos tanto en los columpios. También los domingos al ir y al venir de misa la pesada de mi hermana corría a su encuentro.   

Raro era el día que no nos deteníamos a ver un reloj de cuco que había en la pared, a la derecha, a la entrada. Y esperábamos a que saliera aquel pájaro parecido a un cuclillo y nos saludara con su cucú.

Un día mi padre se quedó sin trabajo. Y nos tuvimos que ir al pueblo de los abuelos, muy lejos, en otra provincia. Pero todos los meses mi madre recibía una llamada, hablaba un rato con él y luego llamaba, ¿a quién creen? para que le tirara un beso a través del auricular. Yo esperaba que preguntara por mí, pero nunca lo hizo.

Pasaron los años y un día cuando María iba a cumplir los quince años y yo los dieciocho, nos llamó un notario. Muy circunspecto nos dio una noticia triste y otra alegre: El boticario había muerto y me dejaba heredera de todos sus bienes. Pensamos que era un error. Pero no. Mi nombre completo aparecía en el testamento. Me quedé de piedra.  

Gracias a él pude ir a la Universidad, comprar una casa para mis padres y en ella pusimos en el lugar más destacado aquel reloj que seguía diciendo cucú cada media hora.

Desde entonces, a escondidas, para que mi familia no se entere, lanzo a las estrellas todos los besos que en vida no le di.

© Marieta Alonso Más

 

 

 

 

domingo, 13 de abril de 2025

Amantes de mis cuentos: El siglo XX

  

Imagen profedehistoria.org


Fue el último siglo del II milenio en el calendario gregoriano. 

Demasiadas guerras le machacaron, que si la revolución rusa, que si la guerra civil española, que si las dos guerras mundiales… Al burro lo desbanca el automóvil. Y apareció el avión por las alturas. Einstein formula la Teoría de la relatividad. Se hunde el Titanic. De repente la Gran Depresión. Nace la televisión. Se descubre la penicilina, la tumba de Tutankamón. Disney estrena Blancanieves. Crisis de los misiles. Gran cantidad de asesinatos políticos. Cae el Muro de Berlín. 

Además, de muchos otros acontecimientos que cada uno recordará así le pillen más cerca o más lejos. 

Mi padre y mi madre, cada uno en un país diferente, crecieron a la par del siglo XX. Al principio gatearon, se pusieron en pie, hacia arriba en estatura, luego se estabilizaron y a partir de cumplir los ochenta fueron mermando. Él, durante sus primeros dieciséis años, vivió en una Península y comía de lunes a sábado cocido: con sus garbanzos, su repollo, su morcillo, su tocino, sus huesos de caña y rodilla, choricito, pollo, lo que hubiera. Los domingos bacalao, arroz y patatas. Ella, durante sesenta años, vivió en una Isla y comía arroz, frijoles, tamales, carne de puerco frita… 

Él emigró en barco a la Perla de las Antillas, se casó con mi madre y ambos recorrieron pasito a pasito el siglo XX. A su progenie le ha tocado vivir a caballo entre dos siglos.

Mi padre siempre habló de que en su pueblo había un castillo que si lo mirabas de lejos parecía tocar el cielo. Mi madre hablaba de la altura, la belleza, la elegancia de la palma real. 

Con el correr de los años se subieron a un avión y se asentaron en Madrid. ¡Ah! Una vez a la semana, los miércoles, era de rigor el cocido al mediodía y por la noche los garbanzos fritos y los viernes tocaba, comida cubana.

La vida de ambos, como la de muchos, fue una vida de trabajo, de alegrías, tristezas, sobresaltos. Nunca se quejaron.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 6 de abril de 2025

Amantes de mis cuentos: Mis tías maternas

 




Todos los domingos las hermanas de mi madre me llevaban a misa. Araceli, la mayor, experimentaba una gran devoción por Mateo, Amalia amaba a Marcos, Rosalía adoraba a Lucas y, Gertrudis, sentía una pasión desmedida por Juan. Y las cuatro pretendían que yo me decidiera por alguno de ellos.

Un día, Araceli despertó con un feroz dolor de cabeza y la sensación de haber recibido en sueños una notificación divina de estar viviendo sus últimos atardeceres.

—¡Auxilio! —gritó— ¡No me puedo morir!

Era verdad. No se podía morir. Teníamos programado desde hacía diez años un viaje a Salerno, para visitar los restos del apóstol Mateo, discípulo de Jesús. Yo iba a ir con ella si mi madre, por fin, accedía a financiar esas vacaciones. A mí Mateo no me gustaba mucho, tenía barba y era muy viejo, pero con tal de ir al extranjero...  

Como dormía en su misma habitación salté de la cama, segundos antes de que apareciera Amalia que pretendió tranquilizarla. Hablaría con Marcos, discípulo de Pedro, cuyo símbolo es un león. Y ¿quién no teme a un león? La muerte se lo pensaría antes de enfrentarse al rey de la selva, le susurraba.

Detrás, se presentó Rosalía con una estampa de Lucas, el discípulo de Pablo, el que aparece con un toro. Teniendo a esos dos animales de nuestra parte, replicó altanera, no habría ningún problema:

—Araceli, hazme caso, reza a Lucas.

Mientras tanto llegó Gertrudis con un libro, la pluma y un águila, su mascota desde hacía años. Explicó con la mayor tranquilidad del mundo que a quien debía dirigirse era a Juan, apóstol de Jesús.

—¡Era tan dulce! —exclamó mirando hacia el techo—. Además, las águilas poseen una vista penetrante, comparable con el Ojo que todo lo ve. ¡Fíjate cómo nos mira! —Exclamó acercando el águila a su pobre hermana—. Creo que quiere decir que no debemos preocuparnos.

—A ése, tía Araceli, a ése, rézale a ése. Es el que más me gusta. Guapo y poético como mi profesor de literatura.

© Marieta Alonso Más 

domingo, 23 de marzo de 2025

Amantes de mis cuentos: Ladrón de Coca Cola

 


Érase una vez un mono asiático llamado Colombo, como la capital de su país, que si amaba con locura a los turistas mucho más a esa botella de cristal o de plástico tan célebre que tiene formas de mujer.

Por la mañana al salir el sol se despertaba y luego de desperezarse con gran alboroto, se iba a su lugar de trabajo: la Roca de Sigiriya al lado de un vendedor de refrescos. No perdía de vista, más bien estudiaba a los extranjeros que pasaban por allí. Era un mono con gran psicología.

Aquella mañana se quedó observando a un grupo que venía riendo, hablando alto, sin orden ni concierto, todos a la vez y se dijo para sí: españoles. También podrían ser chinos, amantes del griterío, pero no, estos no tenían los ojos rasgados.

Y eligió a Javi, un chico alto y guapo que llevaba su botella de refresco asida por el cuello. Contento, despreocupado, algo ensimismado. Solo tenía ojos y oídos para su amor, como si le acabara de dar un beso y siguiera saboreándolo… 

«Este es el idóneo, el querer es así», pensó Colombo. 

Visto y no visto, con un ligero toque, casi imperceptible, en un pispás, el refresco pasó de la flácida mano de Javi a los brazos amorosos del hábil primate.

El ladrón con su botín a cuesta se sentó a la sombra de un arbusto, colocó la botella acostada y a pequeños mordiscos desenroscó la tapa, cruzó las piernas y a beber: la vida son dos días y medio y hay que aprovecharla.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 9 de marzo de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez: A mis doce años

 


 

En sexto grado me enamoré de una compañerita de clases. Se sentaba a dos pupitres del mío. Teníamos la misma edad, pero ella ya era una mujer cuando yo todavía parecía un renacuajo de patas largas. Tenía alborotados a todos los chicos de la clase, hasta mi mejor amigo bebía los vientos por ella, por lo que yo no tenía ninguna posibilidad de que se fijara en mí. Y sufría pensando que a lo mejor no íbamos a coincidir en séptimo grado y la perdería de vista para siempre.

 

En la fiesta de Fin de Curso ella hablaba, bailaba, reía con todos menos conmigo. Yo como un pasmarote estuve todo el tiempo de pie, al lado de una ventana, con una botella de Coca-Cola en la mano. Tenía ganas de llorar, pero los hombres, decía mi padre, lloran por dentro.

 

Convencido de que iba a ser un infeliz toda la vida, no me di cuenta de que la tenía al lado. Me miró y sin previo aviso me estampó un beso en la mejilla, para luego entregarme un papel y salir corriendo. Era la dirección de su casa y un teléfono fijo. En la puerta del colegio se dio la vuelta y me dijo adiós con la mano.

 

No le pude contestar, estaba como hipnotizado, mi corazón daba golpes en mi pecho como si quisiera salir trotando.

 

Reaccioné tarde. Cuando salí a la calle ya no la vi. Lo que sí sentía era la luz de las farolas iluminando mi cara, las rosas, los jazmines, los flamboyanes me sonreían, hasta el asfalto me demostró su cariño cuando uno de mis zapatos tropezó con una piedra y caí en pleno charco como si fuera un sapo.

 

Ella se había fijado en mí. Me había dado un beso. Nunca más me lavaría la cara.

    

 

© Marieta Alonso Más