Érase una vez un mono asiático llamado Colombo, como la capital de su país, que si amaba con locura a los turistas mucho más a esa botella de cristal o de plástico tan célebre que tiene formas de mujer.
Por la mañana al salir el sol se despertaba y luego de desperezarse con gran alboroto, se iba a su lugar de trabajo: la Roca de Sigiriya al lado de un vendedor de refrescos. No perdía de vista, más bien estudiaba a los extranjeros que pasaban por allí. Era un mono con gran psicología.
Aquella mañana se quedó observando a un grupo que venía riendo, hablando alto, sin orden ni concierto, todos a la vez y se dijo para sí: españoles. También podrían ser chinos, amantes del griterío, pero no, estos no tenían los ojos rasgados.
Y eligió a Javi, un chico alto y guapo que llevaba su botella de refresco asida por el cuello. Contento, despreocupado, algo ensimismado. Solo tenía ojos y oídos para su amor, como si le acabara de dar un beso y siguiera saboreándolo…
«Este es el idóneo, el querer es así», pensó Colombo.
Visto y no visto, con un ligero toque, casi imperceptible, en un pispás, el refresco pasó de la flácida mano de Javi a los brazos amorosos del hábil primate.
El ladrón con su botín a cuesta se sentó a la sombra de un arbusto, colocó la botella acostada y a pequeños mordiscos desenroscó la tapa, cruzó las piernas y a beber: la vida son dos días y medio y hay que aprovecharla.
© Marieta Alonso Más
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