Allá por los años treinta, Ricardo, cubano, casado y con doce hijos, tuvo la suerte de que le tocara
Desde el momento en que cobraron el premio, aquella familia dio tal vuelco, que era imposible reconocerlos.
Ir de compras a las mejores tiendas de La Habana empezó a ser algo cotidiano. Vestían smoking, trajes de noche, contrataron un taxi para su uso particular y no hubo teatro o cabaret que no fuera visitado por toda la familia.
Él era de ese tipo de personas que teniendo dinero no había amigos ni parientes pobres. El dinero duró, a ese ritmo, dos años escasos. Al acabarse todo volvió a la normalidad.
La comidilla del pueblo era el despilfarro de esa riqueza que les había caído del cielo. Decían que no pensaron en el mañana, que habían actuado de forma alocada, que no tenían sentido común. Ni siquiera tenían casa propia. No habían previsto llegar a la vejez con una economía saneada.
Los comentarios cesaron treinta años después cuando, con el nuevo régimen político, todas las propiedades pasaron a manos del Gobierno. Los que habían pensado en el mañana se quedaron sin nada, menos Ricardo, al que no le pudieron quitar lo que ya había disfrutado.
© Marieta Alonso Más
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