Desde hace dos meses, sobre las cuatro de la mañana escucho hablar a mi vecino.
Su dormitorio linda con el mío. Sólo le oigo a él. La mujer no habla. Y sé que es una mujer porque ahora mismo está repitiendo: ¡Cerda! ¡Cerda!
La primera vez que oí su voz, pensé que era un sueño, no sé por qué me desperté. Algún golpe, porque no habla en voz alta. Recuerdo que decía ¡Oh, Dios! ¡No aguanto más!
Y pensé que al estar a final de mes tendría problemas económicos. Así que me volví a dormir sin preocuparme. La siguiente vez escuché: ¡No me mientas, sé que me engañas! Y pensé que eran riñas de enamorados.
Desde entonces cada miércoles me despierto de madrugada y oigo su voz. Unas veces enfadado, otras con frialdad, otras riéndose, pero siempre termina diciendo: ¡Cerda!
Son frases cada vez más acusadoras y amenazantes. Me pregunto por qué esa mujer lo soporta. Me pregunto por qué me despierto precisamente ese día y a esa hora. Lo cierto es que tengo su voz metida en
Hoy esto ha tomado otro cariz. Habla más que nunca. Y le oigo decir: ¡Cerda! ¡Mereces que te mate!
Me siento en la cama y tomo el teléfono con sigilo, marco el número escrito en el papel y digo en voz muy baja: van a cometer un asesinato. Vengan pronto. Al otro lado una voz, con un tono de no creer nada de lo que le estoy diciendo, pregunta mi nombre, se lo tengo que repetir, mi número del carnet de identidad, se lo tengo que repetir, y cuando voy a repetirle mi dirección una mano atrapa mi cuello y otra me quita el auricular y cuelga.
© Marieta Alonso Más
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