domingo, 22 de marzo de 2020

Amantes de mis cuentos: Bofetadas de recuerdos



La mañana parecía llorar. Su madre murió un día así, nublado, triste, era lo que decía la carta. Llevaba años sin verla. Sintió que le había fallado. Ni siquiera había podido abrazarla en sus últimos momentos, en cambio, su madre nunca le falló.

‒¡Mamá! ‒Gritaba cuando llegaba del colegio.

‒Mamá está aquí ‒y salía de la cocina secándose las manos en su florido delantal.

Él, entonces, se refugiaba entre sus brazos. Nunca le gustaron los besos, lo que le hacía sentir vivo eran los achuchones: los de su madre, los de su mujer, los de su hijo. La vida les separó. Ahora sí, que no tenía a nadie en el mundo. Primero perdió a su mujer y a su hijo en aquel estúpido accidente, y por consejo de su propia madre, hizo el macuto y marchó lejos, para encontrarse a sí mismo, para buscar la paz en su quebranto.

‒No vuelvas hasta que aparezca de nuevo la alegría de vivir ‒y deshizo el abrazo empujándole a marchar.

Por muchos países anduvo hasta que, por fin, llegó a la cima más alta de Cerdeña. Y se hizo pastor. Nunca le agradó el bullicio, ni las ciudades grandes ni pequeñas, gustaba de la soledad, y encontró en su largo deambular esa montaña que tenía vida propia con sus cuevas, sus hilos gruesos de agua, su riqueza. En sus picos habitaba el águila. Y cuando la nieve cubría sus laderas, sus cumbres parecían plata.

Gozaba del silencio solo interrumpido por los cencerros y las encinas como única compañía. Había encontrado la paz deseada en ese lugar fascinante y salvaje, a pesar de la dificultad y la hermosura de sus senderos, y las rocas juguetonas que pinchaban la planta de los pies.

Lo más hermoso era la llegada de la primavera con su explosión de colores: el rojo de las amapolas, el amarillo de las retamas, el granito de las montañas blanca o rosa según el sol que las iluminara y la erosión del viento que le hacía sentir tan vulnerable.

Miró a su alrededor, y en medio de esa soledad apareció una de sus ovejas que se acercó despacio, puso la cabeza en su hombro y en un descuido se comió la carta. Fue su manera de hacerle ver que la vida continúa.



© Marieta Alonso Más

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