domingo, 29 de marzo de 2020

Amantes de mis cuentos: Un final feliz



A David a sus ocho años le gustaba subirse al ciruelo del patio de su casa desde que era un renacuajo, Patricia dos años menor iba detrás de su hermano. Desde allí contemplaban el horizonte, y tiraban ese fruto tan rico a sus amiguitos, que los cogían al vuelo, pero ese juego era un peligro, ‒pensaba la madre‒ las ramas de los ciruelos son frágiles y más de cien veces estuvieron a punto de caerse hasta que una vez se desprendió la rama y besaron el suelo. Su madre, precavida, había puesto goma espuma alrededor del árbol para amortiguar el golpe y no se hicieron mucho daño, solo hubo que escayolarles los brazos.

La maestra en la escuela sugirió a los alumnos que fueran dibujando en los yesos las tablas de multiplicar, palabras homófonas como errar y herrar, baca y vaca, ciervo y siervo…, y si aún quedaba espacio que pintaran las caras de sus héroes favoritos. Aquel día aprendieron un montón y sin esfuerzo.

El destino quiso que tuvieran que marcharse de su país y cada hermano tomó un rumbo diferente. Por avatares de la vida no se vieron en veinte años, aunque se escribían alegres cartas contando los pormenores de la semana.

Por fin llegó el día en que pudieron regresar y lo primero que hicieron tomados de las manos fue correr hacia el ciruelo, que les recibió como si quisiera darles un fuerte abrazo y dejó caer dos ciruelas que golpearon sus narices, riendo mordieron con entusiasmo aquella fruta que parecía ser la prohibida. Algo hizo que se miraran, algo hizo que no pudieran evitar el beso largo y profundo, algo hizo que se asustaran de sus sentimientos, y fue cuando les golpeó la certeza de que los hermanos no podían casarse entre sí, y soltaron sus manos que despedían fuego.

Cabizbajos regresaron a la casa. Se les quitó el apetito, la tristeza anidó en sus corazones, llegaron unas fiebres extrañas y en el hospital diagnosticaron que era mal de amores.

Su madre, ante el pánico de saber que podían morir, desveló el gran secreto familiar. Aquellos hermanos en realidad eran adoptados. Ella siempre quiso ocultar que era estéril. Lo único que tenían en común eran las vivencias de un hogar.

La justicia tomó cartas en el asunto, comenzó un largo papeleo, un proceso difícil, la burocracia en plena acción, hasta que un juez, vejestorio, solterón, plantó su firma a regañadientes en el documento liberador mientras renegaba del amor que todo lo complicaba, y le había hecho trabajar lo que nunca en su vida.




© Marieta Alonso Más



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