domingo, 1 de septiembre de 2019

Amantes de mis cuentos: Un puente amigo




La anciana y su gato, tumbado boca arriba, se mecían de forma rítmica llevando el compás de una música imaginaria. Ambos con sus pensamientos. No se escuchaba ni el croar de las ranas, ni el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento. En el puente ‒su puente‒ que veía a través de la ventana del salón, no había moho, ni hierbas…, granito, solo granito. Era su guarida inexpugnable donde se escondía siendo joven a llorar sus penas. Un amigo fiel.

Un día borrascoso su marido lo cruzó y desapareció sin dejar rastro. Se preguntaba si habría muerto en alguna esquina, ¡ojalá!, o si se fue a vivir la vida. Cada día miraba esas piedras que le ayudaron a marchar, y le daba gracias a su santa preferida por haberla escuchado. Naturalmente, no amaba a su marido.

El silencio se hizo de pronto en aquella habitación cuando la mujer y el gato dejaron de mover pies y patas. Saltó el minino sin dar tiempo a que la anciana pudiera abrazarlo y se oyó un golpe seco.

‒Abuela ¿qué sucede? Haz el favor de no tropezar, no vayas a perder el equilibrio.

‒Como si yo pudiera evitar caerme.

‒Pero, ¿qué ha sido ese ruido? 

‒Nada. El gato cazó un ratón.

Su nieta estudiaba en la habitación contigua. Era su única familia, sin contar al gato. El reloj de cuco dio una campanada, hora de hacer la comida. No me apetece levantarme, se dijo. Ya la haré dentro de un rato.

Y miró por la ventana el sol reflejándose en el río. La corriente que entraba por la puerta abierta hizo que la anciana se arrebujara en su chal. El gato con la panza llena saltó de nuevo a su regazo.

Lo importante es vivir sin pasar hambre ‒adoctrinaba la madre‒ no desperdicies tu belleza con ningún mindundi. Pero ella, en aquel entonces, necesitaba amar y ser correspondida. No tuvo elección. Fue arrojada a los brazos de un hombre que tenía el vicio de la violencia y la virtud de ser rico. En el momento en que se desvaneció en la niebla ella estaba de cinco meses. Lidió con madre e hija para salir adelante. Al principio, los suegros le daban algún dinerito, luego se les olvidó.  

Pasó los años cose que te cose. Su época más feliz fue cuando la hija marchó y la madre murió. Y pudo vivir sin tapujos con Alfredo, su novio desde que tenía diez años, un don nadie, era verdad, un simple jornalero que le brindaba paga y ternura.

La paz y el amor le duró demasiado poco, cinco años escasos. Lástima. Alfredo la quería tanto que si le hubiese encargado la luna seguro que se la habría traído. No pudo llorar su duelo, a los quince días, la hija enferma se presentó con esa nieta sin cumplir el año y vuelta a empezar.

La música surgió de nuevo en su cabeza y retornó a llevar el compás con los pies, el gato la imitó, esta vez, con la cabeza. Si pudiera volver a nacer, con la experiencia de ahora… De lo que no se arrepintió nunca fue de haberse enfrentado a la falsa moral de su pueblo, a las habladurías.

Una figura encorvada, ayudándose con un bastón, atraviesa el puente. Tiene un aire familiar. No. Sí. Lo que le faltaba. Por favor santa Bárbara ¡espabila! Envíale truenos, rayos, piedras, y si me aceptaras una breve sugerencia, con un buen empujón, bastaría.





© Marieta Alonso Más

No hay comentarios:

Publicar un comentario