domingo, 5 de mayo de 2019

Amantes de mis cuentos: La fuerza del destino






Nací en el lago Titicaca. El mejor lugar del mundo. Mis papás se conocieron en una fiesta y bebiendo chicha y bailando la cueca se les calentó el cuerpo. Lo contaba mi madre riéndose. Y cuando más embriagados de pasión se encontraban apareció el abuelo. Ni corto ni perezoso, se acercó a su cholita y enfrió el ambiente. La sacó del baile tirando de ella y la subió a las ancas de su caballo que relinchó como para hacerle ver que aquellas no eran maneras.

Como mi padre les había seguido sin chistar, recogió del suelo el bombín que se le había caído y se lo entregó. El abuelo le miró muy serio. Y le instó a que se marchara, que si no había tenido bastante con el baile.

Ya fuera por timidez o por miedo no se atrevió a responderle. Un mudo es poca cosa para mi hija, oyó decir. No soy mudo, farfulló. Ah, pues lo parecías. ¿Qué pretendes? Casarme. Y entonces mi abuelo le propuso, que demostrase que valía para marido de su hija trayéndole una anaconda viva, el huevo de un cóndor, y un leque-leque, ‒el ave andina que es pequeñita, con patas largas y muy lista‒. Cuando lo tuviera todo que viniese a su casa y entonces hablarían.

Mi padre pidió ayuda al chamán, a la familia, a la tribu, estos le aconsejaron que se buscara otra novia que fuera más fácil de obtener. Pero, ¡Él no podía dejar de pensar en ella! Se había enamorado. Un día que de lejos intentaba verla, el abuelo con la escopeta le salió por detrás y con la cabeza le indicó que se marchara de allí. Ya no se atrevía ni a acercarse.

Una mañana de lluvia pertinaz, mientras trabajaba la tierra, se encontró una ollita de barro que contenía objetos de oro, y se emocionó al pensar que había sido enterrada por sus ancestros, sabía Dios por qué, al pie de una higuera.

Como era un hombre honrado la llevó al jefe de la tribu, que conocedor de su amor desesperado, le aconsejó que fueran juntos a la casa de su amada, con la olla, el oro y una alpaca. Y con tan grande aval el futuro suegro se avino a concertar la boda.

Pasado el tiempo, tanto que hasta yo había nacido y era la pequeña de cinco hermanos, mi padre y mi abuelo encontraron a un cóndor herido a punto de ser atrapado por una anaconda. Lo vieron gracias a un leque leque que lanzó su canto de alarma para hacer el bien y se posó con tal ímpetu, que la cabeza de mi padre se inclinó y pudo ver lo que iba a pasar.

Para mi abuelo aquello fue una señal inequívoca de los dioses. Ya podía morir tranquilo, su familia estaba en buenas manos. 

  

© Marieta Alonso Más

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