A los once meses de edad
surgió el homínido que hay en mí y sentí que me gustaban las manos de mi padre
en las cuales me apoyaba para dar mis primeros pasos. A los cuatro años
subiendo la escalerilla del barco que nos traía a España, mi padre preguntó:
-¿Te ayudo?
Y como yo creía que era
mayor, le dije que no, sin pensar que mis cortas piernas no llegaban alcanzar
el primer peldaño. Sentí miedo, tomé su mano y él en silencio apretó la
mía.
De regreso a Cuba en el
mismo barco no hubo preguntas. Escondió mi mano en la suya al subir
de nuevo la escalerilla.
Siempre iba de la mano de mi
padre cuando paseábamos por las calles del pueblo. Y jugábamos con ellas. Con
una sola mano abarcaba las dos mías. Apretaba mis manos sosteniendo el manillar
de la bicicleta.
Ellas me dijeron adiós
al emigrar. Un día, al cabo de diez años, retomé el gusto por la calidez
de esas manos que hablaban de ternura. Y volví a tener a mano sus manos.
Pasaron los años. Llegó la
enfermedad, la sirena de la ambulancia, las batas blancas.
Y una sombría mañana las dejó caer.
Y una sombría mañana las dejó caer.
© Marieta Alonso Más
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