No había noche en que mi madre no nos leyera a mi hermana y a mí un cuento, nos deseara dulces sueños y nos diera el beso de las buenas noches.
Gracias a ella conocí al misterioso jinete que galopaba en el poema de Robert Louis Stevenson, ese titulado: Noches ventosas; al capitán Nemo que andaba por el fondo del mar; a Tom Sawyer junto a la baranda a medio pintar; al valiente David, sereno frente a Goliat; e intenté resolver Los crímenes de la calle Morgue junto con Edgar Allan Poe. A veces me sentía como el doctor Fu Manchú recorriendo las brumosas calles de Londres. Y estoy seguro de que al Capitán Grant le hubiera gustado tenerme como hijo.
En cambio a mi hermana le gustaba Mujercitas, Heidi, Sissi emperatriz, Corazón… Lloraba leyéndolos. Yo no. Con mi espada era invencible.
Cuando llegamos a primaria ya sabíamos leer. Pasaron los años, crecimos, estudiamos una carrera y cada uno tomó un sendero diferente. Mi hermana se hizo profesora de lengua y literatura, y yo oceanógrafo. Ella sigue soñando con los Alpes suizos, con la escritora Jo, con la emperatriz… En cambio, mis ídolos siguen siendo los mayores aventureros del mundo; las ballenas, los tiburones.
Mi madre no llegó a ir a la universidad, pero los conocimientos que adquirió de sus lecturas, hizo que fuera la mejor ayudante de biblioteca de nuestro pueblo. A los niños los llevaba a lo más profundo para alcanzar luego las más altas cimas; por muy cansada que estuviera siempre tenía tiempo para abrir un libro y compartirlo.
Por eso siempre digo:
¡Gracias mamá!
© Marieta Alonso Más
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