domingo, 7 de agosto de 2022

Amantes de mis cuentos: Ante todo: un caballero

 



Comenzaron las campanadas. Cuatro en total. Busqué el reloj de pared que emitía aquel fuerte sonido, y lo hallé al lado de la puerta. Un rayo de luna alumbraba el cadáver que no mostró síntomas de impaciencia. A su alrededor dormitaban la viuda y dos criadas. No había nadie más en aquella casa solitaria, salvo yo, que nunca he tenido buenas intenciones y vigilaba a través de la ventana. Mañana sería otra cosa, el pueblo entero vendría a rendirle homenaje al que fuera primero empresario con mucha suerte y luego alcalde con muchas obras.

Tenía que actuar esa noche. La tapa de la caja era fácil de abrir y con mi pericia en un santiamén podría librar al difunto de cualquier peso. Luego le daría dos palmaditas en la cara agradeciéndole el detalle de no interponerse en mi camino. No lograba comprender esa manía de enterrar a los muertos con sus cosas más preciadas. ¡Si los cementerios solo son un campo de calcio!

Déjate de elucubrar y aligera, pensé. ¿Quién en su sano juicio me podría asegurar que algún sobrino surgido de las tinieblas, no decidiera quitarle el reloj, el anillo que lucía en el dedo y la cadena enganchada al cuello? Recordé que me corroboró un día que se los celebré que todo era de oro de dieciocho quilates. A la viuda no había que tenerla en cuenta, tenía ratoncitos en la cabeza. Espabila que se hace tarde. Profanar tumbas daba mucho trabajo, que si la pala, que si… Nada, ¡Venga ahora!

De niño mi madre me susurraba al oído que no había nadie que careciera de valor. Creo que soy la excepción. Me dedico al arte de robar y hasta ahora he tenido suerte, pero tiendo a ser un cobarde congénito.

Basta ya de palabrería barata. Vamos, entra por la ventana sin hacer ruido. Ante el féretro me quité el sombrero en señal de respeto. Todo iba bien, ya tenía el reloj de pulsera y el anillo. Pero al levantarle un poco la cabeza para sacar la cadena sin hacerle daño, el muerto abrió los ojos. La dejé caer sobre la almohada fúnebre y los ojos se cerraron, volví a levantarla y los ojos se abrieron. A la tercera le susurré: Vale, quédate con la cadena si tanta ilusión te hace.

A veces los muertos tienen unas reacciones muy extrañas y debo reconocer que yo soy muy cumplido. Me largué de allí, no sin antes arramplar con todo lo que pude y también con el enorme reloj que se hizo notar al dar una campanada. ¡Parece mentira lo rápido que pasan treinta minutos!

 

© Marieta Alonso Más


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