A las puertas de un nuevo verano decidió solemnemente aprender a bucear, y buscó la mejor escuela sin percatarse que uno de los monitores era nada menos que aquel pelirrojo, enclenque y pecoso compañero de clases del que ella se había mofado delante de sus amigas, con solo catorce años. Le escribía versos y un día apareció en la pizarra:
Elisa: ¿Quieres ser mi novia?
Y para que no hubiera lugar a dudas puso debajo su nombre con letra de molde bien legible.
Fue el hazmerreír de la clase, se sucedían los golpes en los pupitres y la voz de Elisa a ritmo de reguetón:
«Na, na, na
tus miradas no me hacen
ni fu, ni fa».
El coro repetía: «na, na, na», hasta que llegó el profesor y puso orden. Al sonar el timbre de salida se puso en pie, muy digno miró a Elisa, y traspasó la puerta. Se le vio alejarse por el pasillo con lágrimas en los ojos. Al día siguiente se había matriculado en otra escuela. Y nunca más lo volvió a ver.
Ahora estaban frente a frente a cinco atmósferas de profundidad, él encaramado sobre un pez parecido a un tiburón con las fauces abiertas y mirándola imperturbable a través de la escafandra. Despacio sacó un cuchillo.
Se olvidó del escualo. ¡Qué guapo estaba! ¡Qué favor le habían hecho los años! ¡Cómo se le ocurrió darle calabazas! Y se percató de que tenía que recuperar el tiempo perdido. Con repentino valor decidió que si iba a morir sería de amor y no por culpa de un tiburón, le lanzó un beso e intentó volver a la superficie.
© Marieta Alonso Más
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