domingo, 31 de octubre de 2021

Amantes de mis cuentos: Barullo (Versión francesa)

  


VACARME

Quand j’étais enfant, dans mon village vivait une femme appelée Gertrude, qui n’avait pas de mari. Son homme était mort d’une crise de mauvaise humeur. C’était la mère de deux enfants identiques, que je confondais toujours et qui m’aidaient à faire perdurer ce quiproco. Elle était si grande que tous les hommes étaient petits à ses côtés, et si robuste qu’en la voyant avec la hache couper du bois, même le plus courageux s’éloignait. Sauf moi qui l’ai toujours admirée.



Elle portait toujours un pantalon en velours et une chemise à carreaux, sauf le dimanche quand elle allait à la messe, escortée par ses jumeaux. C’était curieux. Malgré sa taille et sa force, cette robe grise avec ceinture noire et col brodé en blanc, parvenait à la rendre fragile.


Elle n’avait qu’une amie, la Paca, les autres arrêtèrent de lui rendre visite après les funérailles de son mari. Il leur sembla de mauvais goût de l’entendre lui dire ces paroles: «Merci de t’avoir laissé mourir». Ensuite, l’épitaphe qu’elle fit graver sur la pierre tombale fut aussi la cause de murmures: «En mémoire des rares bons moments que nous avons passés ensemble».

Des hypocrites! commentaient la Paca et elle, se référant aux autres, lorsqu’elles s’asseyaient pour prendre le délicieux limoncello, fait avec une recette apportée de la Côte Amalfitaine, région dont provenait la grand-mère de Gertrude. Chaque soir, après le dîner, les deux amies prenaient place sur le porche devant une petite table avec un napperon brodé, une belle carafe et deux verres. Elles restaient là jusqu’à ce qu’elles vidaient la carafe et que le calme envahissait la rue avertissant qu’il était temps d’aller se coucher.

Elle était une bonne femme. Je le sais bien parce quelques années plus tard, j’ai épousé l’un des jumeaux, ou les deux, ou tous les deux. Aujourd’hui encore, je continue à les confondre.


Muchísimas gracias, María. Un abrazo


Barullo

Cuando era niña, en mi aldea vivía una mujer, Gertrudis, que no tenía marido. El hombre había fallecido de un ataque de mal humor. Era madre de dos niños idénticos, a los que yo siempre confundía y ellos me ayudaban a que el embrollo perdurara. Era tan alta que todos los hombres resultaban pequeños a su lado, y tan robusta que al verla con el hacha cortando leña hasta el más valiente se alejaba. Menos yo que la admiraba.

Todo el tiempo usaba pantalones de pana y una camisa a cuadros, salvo los domingos cuando iba a misa escoltada por sus gemelos. Era curioso. A pesar de su estatura y fortaleza, aquel vestido gris con cinturón negro y cuello bordado en blanco, conseguían hacerla parecer frágil.

Solo tenía una amiga, la Paca, las demás dejaron de visitarla tras el funeral de su marido. Les pareció mal que lo despidiera con estas palabras: «Gracias por haberte muerto». Luego, también fue motivo de murmuraciones el epitafio que grabó en la lápida: «En memoria de los escasos buenos tiempos que pasamos juntos».

¡Hipócritas! Comentaban la Paca y ella, refiriéndose a las otras, cuando se sentaban a tomar el rico limoncello, hecho con una receta traída de la Costa Amalfitana, región de la que procedía la abuela de Gertrudis. Cada noche, después de cenar, se sentaban las dos amigas en el porche frente a una mesa pequeña con un mantelito bordado, una preciosa licorera y dos vasos. De allí no se levantaban hasta que del licor no quedaba ni miajita, y el escaso trajín de la calle alertaba de que ya era hora de irse a dormir.

Fue una buena mujer. Lo sé porque con el tiempo me casé con uno de los gemelos, o con los dos. Aún hoy sigo trastocándolos.



© Marieta Alonso


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