domingo, 12 de enero de 2020

Amantes de mis cuentos: Berto en La Habana




No perdió tiempo. Unos instantes antes de expirar siguió las instrucciones que le había dado su madrina y sintió una levedad a la que tenía que acostumbrarse. Se vio acostado, pálido, en aquel ataúd, rodeado de familiares y amigos, se acercó a su madre y le dio un beso, ella dio un respingo sin saber lo que había pasado. Abrazó a su madrina, que cerró los ojos e hizo un gesto como si abarcara algo o a alguien. Sonrió.

Primero conocería La Habana, capital de su isla, la más grande de las Antillas, la de la azúcar de caña. De niño pensaba que las palmeras reales con lo bonitas que eran, serían tan dulces como el tocinillo del cielo que preparaba su madre, que los palacios coloniales estaban hechos a base de cascos de guayaba con queso crema, que a las mujeres había que probarlas, su padre se lo dijo un día, y su madre sabía a arroz con leche, su madrina a dulce de leche cortada, su tía a majarete y ¿las demás? Pues a natilla, a bocado de la reina, a buñuelos de yuca, a coquito prieto, a boniatillo, a flan de calabaza… Una tarde estando en la calle su madre le regañó, y le prohibió pasar la lengua por el brazo de nadie.

Nada más pensar en la Villa de San Cristóbal de La Habana, así la llamó Diego Velázquez de Cuéllar cuando la fundó en 1514, se vio ante la puerta de la catedral, una de las más antiguas de América, esa que describió Alejo Carpentier como «música convertida en piedra».  Entre la catedral y la plaza se estuvo toda la mañana, hasta que se dio cuenta que no se había presentado en la sede de la Asociación de fantasmas habaneros para darse a conocer.

Los veinte fantasmas que estaban echando una partida de dominó le recibieron con una sonrisa del tamaño del plátano macho, ¡ay, los tostones, los plátanos maduros fritos! Era lo que más le gustaba estando vivo, aparte de los dulces, del arroz congrí, de la langosta enchilada, de la ropa vieja, el lechón asado, el ajiaco, el tasajo...

Se ofrecieron a servirle de guías turísticos y sin esperar a que dijera sí le llevaron a «El Morro», con el puerto a sus pies, recorrieron las calles animadas de la Habana vieja, que no supo si recrearse en los palacetes o en el andar cadencioso de sus mujeres, en la plaza de Armas se quedó quieto ante Carlos Manuel de Céspedes con ánimo de conversar un rato, admiró el palacio de los Capitanes Generales, se sentó en la plaza Vieja, fue al Centro Gallego, bebió cerveza Hatuey, y después de visitar un ritual de santería se dejó llevar por la sensualidad de la rumba.

Olía a asfalto, a sudor, por el ritmo trepidante de la música, no tenía constancia de las horas, de los días que llevaba de un lado para otro, se sentía como nunca se había sentido, feliz. Pidió un guarapo y casi se traga una mosca. Sus nuevos amigos le aconsejaron paciencia, tenía una eternidad para ver todo lo que quisiera.


Gracias, Luna, nunca imaginé que el viajar brindara tantas satisfacciones y conocimientos. Seré un fantasma tan alegre, tolerante y bonachón, como cuando de niño te decía al oído que eras a quien más quería, pero que no lo supiera mamá. 



© Marieta Alonso Más   

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