Tras su jubilación los años
habían caído en picado, uno detrás de otro.
Acababa de ver a una joven
desconocida muy bonita, en un programa de televisión y le recordó el retrato de
su madre que estaba en el álbum de fotos, aquel que le hacía guiños desde la
estantería.
Se acercó, despacio, tanto
que al llegar no supo el por qué de estar allí. ¡Ah, sí! El álbum familiar.
Con la misma sosegada
velocidad regresó a su sillón, el de color marrón, el que le había acompañado
durante toda su vida, herencia de familia.
Recordó con pasmosa claridad el día que acompañó a su padre a la
mueblería del barrio, que examinó al mueble por detrás, por debajo, por los
laterales, se sentó tres veces apoyando los brazos, se recostó, por fin lo eligió
con la condición de que si no le gustaba a su mujer lo cambiaría por otro.
‒Tranquilo, le gustará
‒aseguró Paco, el mueblero, mientras marcaba el importe en la caja registradora
que al abrir sus fauces mostró una serie de casilleros donde se ponían los billetes
y monedas.
A su padre le cambió la cara, le faltaba una peseta. Y orgulloso aquel niño que
era yo, metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una «rubia» algo
herrumbrosa y se la prestó a su padre.
© Marieta Alonso Más
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