domingo, 10 de febrero de 2019

Amantes de mis cuentos: La pereza



‒El progreso es de los vagos ‒decía Gilberto el refinado mendigo de una aldea perdida entre montañas‒. Al hombre trabajador no le da tiempo a pensar, siempre en acción, siempre haciendo lo que otros mandan.

Y se quedaba dubitativo tras el esfuerzo de tanto hablar. Por supuesto que nunca lo dijo delante del cura que estaba en contra de la pereza, ese vicio capital que genera tantos otros pecados. Cada vez que pasaba por su lado le echaba en cara que con lo joven que era, bien podía buscarse un trabajo y no estar todo el día leyendo a los clásicos, con la raída gorra como objeto peticionario.

‒Calle usted y eche algo.

El sacerdote, murmurando sabe Dios qué, le daba una hogaza de pan para que tuviera al menos algo para llevarse a la boca. A Gilberto le hubiera gustado hacerle ver que no se refería a esos que por no gastar energía se pasaban el día dormitando, no. Había que leer mucho, trabajar con la mente para inventar cosas buenas para bien de la humanidad. La no utilización del cerebro era un desperdicio. Pero en vez de ello comentaba:

‒Hay personas que tienen mente de un solo carril ‒y miraba de reojo la sotana‒. Sepa usted que la curiosidad es el alma de la ciencia.

Él no era vago, ni perezoso, ni holgazán, ni gandul, ni haragán, ni procrastinate o dejado, como hubiese dicho su abuela. Levantó la vista y allí seguía el hombre de Dios.

‒El diablo a través de la pereza tienta al ser humano ‒sentenciaba don Rafael.

‒Yo trabajo leyendo mucho y pensando más y si usted me trajera papel y lápiz le escribiría sus sermones. Se disiparía el aburrimiento que genera entre sus feligreses.

‒¿Serías capaz?

‒Póngame a prueba.

‒De ahora en adelante, te nombro mi escribiente, el guardián de la iglesia y el que pasa la cesta de la limosna. ¿Puedo confiar en ti?

‒Pues claro. Decía Bertolt Brecht más o menos: «Porque no me fío de ti, seremos amigos».

‒Anonadado me dejas, Gilberto.

Se hicieron incondicionales, tanto que se miraban con picardía cuando los feligreses, sin pereza alguna, felicitaban al párroco por lo bien que ahora le salían sus sermones.



© Marieta Alonso Más


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