Era muy pequeño cuando le dije a mi madre que no quería ser yo, que me sentía un jilguero trovador, picoteando semillas de cardos, de girasoles y oyendo piropos sobre mi cabeza tricolor.
Ella lo comprendió y me animó a aprender a tocar un instrumento para que creara sonidos como ellos. Y casi, casi llegué a ser un virtuoso del violín.
Cada atardecer iba a visitar a mi mejor amigo, el castaño centenario, donde anidaba mi familia y me encaramaba en la rama más alta a tocar y tocar, esos trinos parecidos a los de los canarios, pero con un toque más asilvestrado.
Ellos para hacerse valer subían una nota más alta y así se me pasaban las horas. Las notas musicales, pequeñas y juguetonas, me hacían cosquillas y yo… lloraba de pura risa.
La malvada bruja de las cumbres, celosa, hacía de eco y mi música celestial se expandía por todo el valle. Así hice del eco mi otro mejor amigo.
La melodía, la resonancia, mis hermanos cantores me ayudaba a no sentirme tan solo.
© Marieta Alonso Más
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