Fachada del Hotel Díeu de París El hospital mas antiguo de la ciudad de París |
Son las dos de la madrugada. La respiración del
enfermo es cada vez más acompasada. Me levanto de la silla. Hace calor. Miro al
anciano. Todo bien. En su cara no logro encontrar ningún vestigio de bondad. Siguen
los ronquidos. Salgo de la habitación y me entretengo hablando con una
enfermera.
Regreso. A la tenue luz azulada de una bombilla veo la
cara de terror del anciano. La sábana está manchada de sangre. Cierra los ojos
y dice: Ha sido mi hijo. Y se oye su último estertor.
Actúo sin pensar. Toco el timbre. Viene el personal.
Ayudo. De pronto me doy cuenta que estoy metida en un lío. Nadie ha visto
entrar al hijo del señor. Me van a acusar de su muerte. No puedo arriesgarme.
No tengo papeles. Es una familia rica y respetable.
El comisario está sentado frente a mí. No habla. Mi
silla chirría cada vez que me muevo. Me está mirando a los ojos. Repiquetea en
la mesa con el bolígrafo. Me echo a llorar. Espera a que me calme y comienza a
preguntarme. Le digo la verdad.
Mire usted, a mí que el hijo mate a su padre me parece
muy mal pero allá él, yo no tengo nada que ver en eso. Solo cuidaba al viejo y
ahora me he quedado sin trabajo. Mi problema es que no puedo regresar a mi
país. Usted me dice que soy una presunta asesina. Oiga que yo no le maté. Ahora
bien entre ir a la cárcel aquí o que mi marido me mate allí, elijo ser una
asesina.
Lo anota todo. Me pregunta que si el nombre del hijo, que
si el de la enfermera, que si la hora. La cabeza me da vueltas. Por fin pone
todo lo escrito en una carpeta y se marcha sin decir palabra. Allí me quedo. Pasa
un día, dos y al tercero regresa acompañado de dos abogados. Me dijeron que de
ahora en adelante seré una testigo protegida. No sé qué es eso. Me voy a llamar
no sé cómo. Lo que sé… es que voy a tener papeles.
© Marieta Alonso Más
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