A mi hermana
Gema nunca se imaginó que en la primavera de mil novecientos sesenta y nueve, iría pedaleando en una bicicleta rumbo a una granja que no había visto en su vida, y eso que sólo quedaba a cinco kilómetros de su casa. Delante de ella iban seis compañeros de infortunio. En el Antiguo Testamento el siete significa “plenitud”. En Estados Unidos a nivel de deportes se habla de “lucky seven”. Ojalá que el ser siete personas, les proporcione la suerte necesaria.
Eran las cinco y media de la mañana y tenían que presentarse en la granja a las seis. Según las instrucciones recibidas tenían que preguntar por el Administrador y entregarle los papeles con sus respectivos sellos. No tenían ni idea de lo que les iban a mandar hacer. Ellos pedaleaban y pedaleaban, sólo se oía, confundiéndose entre sí, el canto de las cigarras y el chirrido de las cadenas medio oxidadas de las bicicletas.
En Cuba, país tropical, para vislumbrar la salida del sol hay que estar muy atento y Gema no la pudo contemplar. Lloraba. Menos mal que en la fila india le había tocado ser la última y nadie se percató de sus lágrimas. Ella y sus compañeros se convertirán en emigrantes. Tendrán que adaptarse a nuevas costumbres, a nuevas ciudades, a nuevos idiomas, a nuevos amigos, a una nueva vida. Pero de momento se enfrentan a una granja avícola.
Por fin llegaron. Era un descampado en las afueras del pueblo, casi sin árboles que interrumpieran la vista, salvo tres palmeras reales. La granja de unos dos kilómetros cuadrados estaba toda vallada. Cerca de la puerta, dejaron las bicicletas y entraron en la oficina, un habitáculo cuadrado con una mesa rectangular pequeña, una silla con asiento de anea, un armario de baldas donde se amontonaban “los papeles atados con una cuerda”, algunos llaman legajos a esos rimeros y un pequeño archivador donde estaban por orden alfabético los expedientes de todos los trabajadores. Uno a uno fue entregando sus papeles al Administrador. Éste dijo llamarse Pío. Se miraron entre ellos. Pío alto, moreno, muy delgado, viste traje de miliciano con una pistola a la cintura donde descansan sus manos. Les dio la bienvenida recalcando que, su informe respecto al proceder en la granja de cada uno, sería decisivo para que el Gobierno les permitiera la salida del País. La charla duró una hora aproximadamente.
Demostraron tanta atención, tan circunspectas eran sus caras, tan cohibidos, tan callados todos, que se podría decir sin faltar a la verdad que cada uno se sentía como gallina en corral ajeno. Por lo tanto, se iban adaptando al medio.
Frente a la oficina se encontraba el comedor con seis mesas alargadas y taburetes a ambos lados. La entrada daba acceso a una barra donde se almacenaban las bandejas divididas para cuatro porciones, los cubiertos y los vasos. Al final una chica servía el condumio y
De momento los empleados habituales se encargarían de enseñar a sus nuevos compañeros las tareas a realizar. Elena, una chica muy joven, muy linda, tan negra que su piel brilla al sol, va a enseñar a Gema. Juntas codo con codo llaman
-Los pollos de granja son tontos -comenzó Elena. Siempre tienen que tener claridad. Por el día la luz del sol y por la noche la luz eléctrica. Si por la noche hay un apagón, cosa bastante frecuente, los pollos se amontonan unos sobre otros, ahogando a los que quedan debajo.
-¿Dónde se les entierra? -preguntó Gema.
-Nada de enterramientos -contestó Elena. Los que se ahogan hay que desollarlos y se llevan al comedor de la granja para que el cocinero los aproveche. Los que mueren por enfermedad hay que llevarlos al crematorio. Mirando a ambos lados para que nadie la escuchara le dijo al oído:
-Te aseguro que acabarás aborreciéndoles.
-Nunca he desollado un pollo -comentó Gema.
-Es fácil cuando se aprende. Es una tarea que se puede clasificar como un arte. Te daré una lección de anatomía -dijo Elena.
Entró en una de las naves y salió con un pollo muerto. Mostró a Gema la membrana que existe entre el muslo y el cuerpo de estas aves. Se puso el pollo sobre las piernas y tomando la mano de Gema separó el pulgar y el índice y le dijo:
-Ves, es idéntica al pollo.
En un abrir y cerrar de ojos con una navaja que sacó de no se sabe dónde le dio un corte en las membranas al pollo, le quitó la piel como si de un traje se tratara y con un corte limpio en el cuello, le entregó a Gema el pollo sin plumas, sin piel y sin cabeza, diciéndole:
-Ahora quítale las vísceras.
-¿Cómo? -dijo Gema asustada.
-¡Qué cursi eres!
Y moviendo la cabeza con paciencia Elena dio un corte en el “fondillo” del pollo dejándolo vacío. Tras dejar al pollo totalmente hueco y desnudo señaló los cuarenta bebederos y los comederos, instruyéndola a grandes rasgos en el manejo de
Al quedarse sola, Gema suspiró mientras miraba los pollos a través de
-Buena decisión.
Días después se recibió una carta con la noticia de que los dólares necesarios para poder pagar los pasajes ya estaban en camino. Era obligatorio comprar billetes de ida y vuelta aunque solo se utilizara un trayecto. Al poco tiempo el Banco Nacional de Cuba les notificó la llegada del dinero. Gema acompañada de su padre presentó todos los papeles en el Ministerio del Interior y ahora se encuentra mirando a esos pollos que son el vehículo elegido por el Gobierno para que ella cumpla el castigo impuesto.
El suelo de la nave estaba cubierto por un lecho de cal y sobre ésta una capa de paja de arroz. Los pollos tenían un tamaño medio porque llevaban allí unos veinte días y según Elena su ciclo era de cuarenta y cinco días. Volvió a suspirar y entró por primera vez en su vida en un mundo de pollos. Éstos le dieron la bienvenida con tal ímpetu que casi la tumban.
-Calma, calma -les decía Gema.
Los pollos ni caso.
Fue abriendo y cerrando los grifos de los bebederos. Esta tarea tan mecánica hizo que su pensamiento volara. Sentía una tristeza inmensa. Se sentía fuera de lugar. A sus dieciocho años recién cumplidos lo que le gustaba era bailar con Gustavo y éste no podía salir del país, estaba en edad de hacer el Servicio Militar. Gustavo era un chico rubio, simpático, de veinte años, con unos ojos azules que quitaban el hipo, bailaba de maravilla, como un trompo. Cada vez que Gustavo venía a verla, Gema perdía hasta el apetito.
Cuando Gustavo se enteró que se iba del país rompió
Los sacos de pienso estaban recostados en unas vigas en mitad de
-¡Malditos pollos! -pensaba Gema.
Calzaba deportivas. El Administrador en su discurso de bienvenida les dijo que en quince días tendrían unas botas de agua. En un segundo aquéllas deportivas blancas se volvieron marrones.
Al final de la batalla mientras unos pollos devoraban en el suelo el pienso del primer saco, otros seguían bebiendo el agua de los bebederos y la polvareda levantada por el enfrentamiento se posaba con suavidad sobre la paja de arroz, Gema logró abrir el segundo saco de pienso y con la pala llenó
Al final de la mañana con los bebederos limpios y llenos de agua, los comederos con una capa de pienso, los pollos saciados, los sacos recogidos, barrido el almacén, los pollos muertos metidos en un saco dispuestos para ser llevados al crematorio y sobre el suelo de paja ni rastro de pienso, se presentan en el almacén, Pío, el administrador y un chico joven vestido de paisano llamado Pedro Pablo que era el técnico de
-¡Bien por los pollos! -piensa Gema. Y se sintió avergonzada por haberles pateado con tanta fuerza y rencor. A fin de cuentas los pollos no tenían la culpa de que sus padres la enviaran a España ni de que el Gobierno la castigase por ello.
Regresan al Almacén. Pío comenta que para ser su primer día de trabajo, no lo ha hecho mal. Sonrisas en los tres rostros. Y de pronto dice Pío, el administrador, no un pollo:
-¿Ve ese de la esquina? Tiene moquillo. Mátele.
Gema no ha matado ni una hormiga en su vida. ¿Cómo se mata un pollo? A ella le gustan los animales. Una cosa es dar una patada a un pollo y otra matarle. ¿Por qué tiene que matarle? Si solo tiene moquillo que se muera de una forma natural. No logra articular palabra. Mira al administrador, mira al técnico y mira al pollo. Pío impasible. Pedro Pablo mira a Gema y le hace seña, por detrás de Pío, para que coja al pollo. Respira profundamente. Intenta agarrar al pollo. Coge uno que está sano. Coge otro, por fin, tiene al pollo con moquillo entre sus brazos. Pedro Pablo le dice:
-Agárralo por las dos patas y da un golpe fuerte en su cabeza contra esa viga.
Tras un minuto de tensión se oyen cuatro golpes seguidos. Gema mira de reojo al pollo para comprobar si ha muerto pero éste la mira de frente y pía.
Pedro Pablo dice: -Más fuerte.
A Gema le costó dar muerte al pobre pollo unos quince golpes, los cuales repercutieron uno a uno en su cabeza, hasta que el animal expiró. Tras la ejecución se marcharon el administrador y el técnico. Abrazando al pollo Gema se dejó caer al suelo y lloró por segunda vez en esa mañana. Lloraba por todo, por haber matado al pollo, por sus amores truncados, por el futuro incierto que se le avecinaba. Lloraba por tener que enfrentarse a la vida sin el apoyo de sus padres que se quedaban en Cuba hasta que ella se labrara un porvenir y pudiera reclamarles. Lloraba por no saber cuanto tiempo tendría que durar esa separación. Lloraba por tener que dejar su pueblo, sus amigos y sus libros. Elena que estaba espiando desde su nave, comprobó que los jefes regresaban a la oficina dando por terminada la inspección y sin hacer ningún comentario quitó al muerto de entre los brazos de Gema enredando sus manos negras en aquel pelo tan rubio moviendo los dedos como si fuera un teclado. En un santiamén toda la granja se enteró de los malos tratos sufridos por el indefenso pollo y del llanto de su verdugo. Elena reunió a los siete novatos y les dio una lección magistral sobre cómo matar un ave sin que se entere, de un único y certero golpe.
Con la lección aprendida se colgaron al hombro los sacos con los pollos muertos y en procesión se fueron hasta el crematorio. Allí los convirtieron en cenizas. El olor era asfixiante. Ese primer día con tantas novedades se quedaron sin comer y casi no les alcanzó el tiempo para hacer todos los deberes. A la hora de salida, los siete volvieron a subir a sus bicicletas, al principio con sus pensamientos a cuestas, pero más tarde comentando las incidencias de cada cual se les hizo corto el trayecto de regreso.
Al llegar a casa, sus padres preguntaron qué había ocurrido con el pollo. Hasta el pueblo había llegado la noticia y sus amigas la estaban esperando para darle su apoyo porque al fin y al cabo ella, la ejecutora del asesinato, sólo cumplía órdenes.
A la semana comenzaron a introducirse las normas. A los que se iban del país no se les catalogó como habituales sino como apátridas. A los habituales se les prohibió conversar con los apátridas cosa que, como es lógico, no se tuvo en cuenta. La primera vez que los siete oyeron que les llamaban apátridas mantuvieron el tipo. Al quedarse solos cada uno expresó su ira y su impotencia de forma diferente. Carlos, uno de ellos, hizo ver a sus compañeros que una cosa era ser llamado apátrida y otra sentirse como tal. Con el tiempo la palabra hablada cayó en desuso quedando sólo la escrita.
Los apátridas en principio decidieron ir a comer a sus casas durante las dos horas del almuerzo, a los pocos días el cansancio les impedía pedalear, y tomaron una decisión más realista. Se quedarían en el comedor de
Los trabajadores tanto habituales como apátridas, crearon un código para avisarse cuando hubiera moros en
La vida en la granja se fue tornando rutinaria. Gema todos los días sacaba las ranas que aparecían en los bidones de agua que había a cada lado de las naves. Casi todas las mujeres, tanto apátridas como habituales, sentían pánico de las ranas, algún hombre también pero lo disimulaba. A Gema le daban asco, sobre todo al sentir su frialdad en la palma de la mano, pero no le importaba sacarlas del agua y tirarlas a
Un día llegaron los camiones para llevarse a los pollos. Elena vino corriendo a la nave de Gema y le dijo:
-Intenta formar parte del primer grupo.
Gema no pudo elegir. Pío, el administrador, formó los grupos y a ella le correspondió el tercero. Elena cuando se enteró le dijo:
-Te acompaño en el sentimiento.
- No será para tanto -pensó Gema.
Se hicieron cuatro grupos. El primer grupo debía cercar los pollos con unas mantas dentro de un cuadrilátero. El segundo grupo tomaba por una pata a cinco pollos en cada mano. El tercer grupo recogía los dos manojos de cinco pollo y los llevaban al camión. El cuarto grupo subido al camión los introducían en las jaulas.
En un primer momento, para Gema, el gesto de alzar los brazos para entregar los diez pollos a los del camión fue un trabajo como otro cualquiera. Al cabo de una hora tuvo plena conciencia de lo que pudo ser la esclavitud, de lo que cansan los trabajos forzados. Luego se le adormecieron los brazos y poco a poco el pensamiento. Cuando las veinte naves quedaron vacías todos, en general, parecían una cuadrilla de derrotados.
Al día siguiente las órdenes fueron de zafarrancho de limpieza en las naves. Había que quitar la paja sucia de los suelos, barrer las naves, encalar paredes, echar cal nueva, poner nuevamente paja de arroz, limpiar los toldos. Se formaron equipos de cuatro personas para cada nave, dos de ellas con palas recogían la paja sucia y la echaban en unas mantas sostenidas por otras dos que las llevaban a unos contenedores. Gema formó pareja con Prisco, un apátrida viudo de sesenta años, muy vital, puro nervio y hablador. Luchó en
Gema se puso a pensar que no siempre hay que hacer todo lo que a uno le manden y decidió tener un ataque de asma cuando el administrador pasara por su lado. Nadie debía enterarse de la superchería que estaba tramando. Sabía que estaba poniendo en juego su salida del país, pero en la vida hay que aprender a correr riesgos. Si no es posible el enfrentamiento hay que ir por laterales buscando un resquicio por donde colarse. Su abuela materna padecía de asma y ella conocía todos los medicamentos e imitaba muy bien la falta de aire y el ruido del ahogo. Hizo acopio de todo lo que tomaba su abuela y se dedicó hacer tan buen teatro que hasta sus compañeros creyeron que era cierto su padecimiento. Un día en que vio venir al administrador le dio uno de los peores ataques de asma de su vida. Éste le preguntó qué tomaba y ella sacó su botiquín dando una explicación exhaustiva. Resultó que Pío también era asmático y tomaba las mismas prescripciones. No comentó nada al respecto pero a los pocos días llamaron para informar a Gema que pasaba a formar parte del equipo de vacunación mientras durasen los trabajos de limpieza.
Se sintió feliz porque no hay nada que le guste tanto como cambiar de ambiente. Cada día van a granjas diferentes, unas veces en jeep, otras en camiones, otras en tractores y cuando queda cerca, va a pie o en bicicleta. De vez en cuando le dan esos horribles ataques de asma en los momentos más oportunos librándose de los trabajos más penosos. Conoció todas las granjas de los alrededores, tanto de ceba como de ponedoras. Contaba a todo el que quisiera oírla cómo le había facilitado la puesta de un huevo a una de las gallinas. Ella no sabía que los huevos al salir eran blandos y que es el aire el que los endurece, formando
Una mañana yendo hacia una de las granjas tuvieron un pequeño accidente. Una habitual del equipo de vacunación se cayó de un tractor y se partió una pierna. Fue una suerte. No para la que tuvieron que escayolar sino para Alicia, otra de las apátridas, porque la sacaron del equipo de limpieza y la enviaron a ocupar el puesto de
Hasta que un día las llamaron de la granja matriz para que se hicieran cargo de otros diez mil pollitos acabados de salir de
Un día que llovía a mares por ser la época de tormentas tropicales, el grupo de apátridas decidió hacer huelga de brazos caídos, hasta que llegasen aquellas botas que les ofrecieron en quince días y que llevaban casi seis meses sin recibir. Sus calzados dejaban mucho que desear. Por la mañana los siete apátridas en bloque se presentaron a comunicar al administrador, que no podían trabajar sin las botas. Pío no contestó y ellos se sentaron en el suelo a la entrada del comedor. Todos sentían miedo. No sabían lo que podría pasarles pero como la alternativa era una pulmonía no les quedó más remedio que ser valientes o al menos aparentarlo. Estuvieron como media hora callados, mirándose unos a otros, pero tanto silencio llegó a aburrirles y cada uno comenzó a contar su historia, el por qué y cómo se iban del país, eso sí, en voz baja. Carlos y Alicia llevaban casados cinco años y por lo que demostraban seguían en su luna de miel. No tenían hijos, por eso fueron castigados los dos. Dicho así parece que fueron castigados por no tener hijos, pero no. Saldrían por el puente aéreo
El mercado negro apareció en Cuba de forma paralela con la cartilla de racionamiento. Todo el mundo sabe que, en tiempos de crisis, en las capitales siempre es más notoria la escasez de los alimentos que en los pueblos. Unos primos de Gema que vivían en
Las maravillosas botas aprendieron a transportar pollos vivos, pollos muertos, huevos, pienso. En el patio de su casa, su padre que era de la opinión que el riesgo es algo intrínseco al quehacer de cada día, habilitó un espacio en el lugar más apartado, para crear una especie de granja en miniatura. Las aves fueron ocupando su lugar en su nueva residencia, a las ponedoras se las separó por medio de una empalizada y vivían allí con el gallo. Más que un gallinero era un harén. Las de ceba y los que no llegaban a gallo eran para el consumo. El gallo resultó un trabajador nato y hubo huevos para repartir, consumir e incubar. Las gallinas cluecas no daban abasto.
Aquellos amigos que por una razón u otra tenían un excedente de café, tabaco, arroz, frijoles negros, leche condensada, leche de vaca, lo canjeaban por pollos o huevos. Todo ello con la mayor discreción ya que no era conveniente para ninguna de las partes que se enterase el Comité de Defensa del barrio, al menos de forma oficial.
Se guardaban las apariencias aunque de vez en cuando hasta la familia de los revolucionarios comían pollo y es que el hambre hace extraños compañeros de mesa. Un vecino muy mañoso, de los que degustaban pollo, puso todo su empeño en construir una incubadora con el termostato de una plancha y lo logró. Colocó una docena de huevos que era lo que cabía en dicho artefacto y a esperar. El día programado para que los pollitos rompieran los huevos se reunieron los amigos junto con el inventor y los resultados fueron asombrosos. Poco a poco fueron asomando doce cabecitas amarillas y veinticuatro ojos que miraban con asombro a
A Gema le llegó la hora de partir. La experiencia avícola duró veintidós meses, dieciséis días y siete horas.
© Marieta Alonso Más
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