A lo largo de la vida he
vivido donde menos me podía imaginar.
La casa de mis padres era
tan mía que, pasado mucho tiempo siempre que regresaba a ella decía: “Voy a mi
casa”.
Un día marché tan lejos que fue imposible volver a ella, por eso la idealicé. Cerraba los ojos y cada habitación era un cúmulo de recuerdos. Cada rincón hablaba de mí. Las muñecas un tanto ajadas de tanto jugar, de tanto peinarlas. Los libros, premio de todas mis buenas acciones, de mis triunfos y también de algún fracaso que me hizo llorar. Soñaba con mi cama en la que por haberme hecho mayor ya no podían dormir conmigo, mamá ni papá, en las noches de pesadillas.
Cada casa la tengo tan
dentro de mí que no hago distinciones entre aquellas que compré, aquella de
alquiler, la pensión en la que estuve un año, la habitación con derecho a
cocina en la que pasé unos meses, la cama que compartí por horas durante una
semana, la litera en un albergue que utilicé tres días.
Cuando adquirí mi primera
casa aquello representó un estado de tensión, proporcional al monto en que me
había hipotecado. A veces me despertaba en la quietud de la noche temblando por
haber soñado que perdía el trabajo y que el Director del Banco encogía los
hombros, escenificando que no era su problema.
Fue inmensa la ilusión que
sentí cuando crucé el umbral de mi propiedad. La llave la mantuve apretada en
mi mano. Ya tenía un rincón donde guarecerme por las noches y los días de
lluvia. Es un sentimiento casi infantil que se apodera de uno y hace decir: mi
casa, mis llaves, mis cuatro paredes. La vi como un palacio al estar sin
muebles y eso que tenía cuarenta metros cuadrados.
Parecía luminosa aunque
diera al norte y fuese un sótano. Parecía nueva aunque fuera de segunda mano,
tuviera desconchados y necesitara una mano de pintura. Parecía confortable a
pesar del grifo que goteaba, de los ratones, de las cucarachas, de las
telarañas. Nada importaba, porque existía un mañana que aún no había utilizado
para realizar todas estas tareas.
Fui en busca de una cama y
un frigorífico, lo que hizo que durante quince días viviera a pan y leche porque
los bolsillos estaban vacíos. Pasados unos meses comiendo en el suelo, oyendo
los ladridos del perro del vecino e imaginando estar de jira en el campo, cobré
la paga de Navidad. Salí corriendo al Rastro y allí adquirí una mesa camilla
con cuatro sillas. Me cobraban por llevarlas a casa ¡ni hablar! Así que sin
chistar hice tres viajes andando: el primero con dos sillas a cuestas, el
segundo con las otras dos, el tercero con la mesa.
Todo lo coloqué en el lugar
apropiado. ¡Oh, qué bonito! Di dos vuelta alrededor, me senté y me levanté
varias veces de cada silla, para comprobar que no era un sueño. Me sentí
arropada por unos muebles. Lástima, que el único mantel que tenía, regalo de
unos amigos, fuera rectangular cuando la mesa era redonda.
Pasaron los años, me casé,
llegó la prole, vendimos aquella casa y nos compramos una, sino mejor al menos
más amplia. ¡Qué lujo el ascensor! Los chicos fueron desfilando y regresaron
trayendo a los nietos. Es la casa, mi casa, en la que más años he vivido.
Hoy mis hijos me han traído
a una Residencia. Me siento en la cama para probar el colchón, en la butaca
para recostar la cabeza, reviso el cuarto de baño que está incorporado a la
habitación. El comedor es inmenso pero lleno de viejos. Mi nieto me dice que
son chavales a mi lado pues soy la mayor de todos. Este niño es un bocazas.
Tengo un jardín para pasear. Eso me gusta. Bueno, pues aquí estoy. Doy el visto
bueno. A mi marido no le hubiese gustado… era más quisquilloso que yo. Buscaré
algún entretenimiento porque la vida me ha enseñado que hay que adaptarse a
todo. Lo que importa es el camino.
© Marieta Alonso Más
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