Las cebollas. Pierre-Auguste Renoir |
Mi psicóloga me recomendó leer libros trágicos, ver
películas tristes, dramas en el teatro, que frecuentara la compañía de personas
desdichadas para que se disipara mi angustia a través de las lágrimas. Nada de
esto hizo que brotaran de mis ojos.
En cambio, el allium cepa fue mi salvación.
Dicen que es una de las primeras plantas cultivadas y que procede de Asia
Central. Me han informado que a los egipcios les hizo buen provecho y que más
tarde griegos y romanos alimentaron a gladiadores y legionarios con un mejunje
parecido a lo que hoy se llama “salsa provenzal”. Así obtenían tanta fuerza y
musculatura como apreciamos en el cinematógrafo.
Reconozco que disfruto al máximo cuando, cada día,
la coloco sobre una tabla de madera y voy haciéndola trocitos. Lloro a mares,
me quita la tos, hace que me sienta genuinamente feliz.
Con ella mis sentidos se alborotan. Su olor me
llena, me arrastra hasta el infinito, cuando siento que se me hace la boca agua
al masticar despacio, una buena tortilla española. La paso de un carril a otro
retardando el momento de engullirla.
También a través del oído he llegado a
venerar este manjar, al leer en voz alta una de las más tristes canciones
de cuna, canción de ausencia, de añoranza, de gran carga emocional.
Pero es a través de la vista cuando me ha llegado el
éxtasis. El cuadro de Auguste Renoir. Su colorido, la fragmentación de su
pincelada, la luz de la naturaleza, la voluptuosidad de su forma. Esta
hortaliza me llevó a las alturas y me sentí un alma gemela de este pintor
excepcional que fue capaz de descubrir la belleza allí donde nadie antes la
había visto.
Nunca pensé que a través de esta simple planta
herbácea llegara a alcanzar tal estado de bienestar, tal sosiego, tal
conocimiento de las artes.
© Marieta Alonso Más
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