Soy poco hablador por naturaleza, me pongo a pensar, a pensar y el tiempo se me escurre como agua por un colador.
Un día, a mis veinte años, sentado en un banco del parque cercano a mi casa la vi pasear con su perrito. En esto que me miró y el efecto fue fulminante. Era preciosa. Tenía una sonrisa muy dulce, reidores ojos azules y un aire de aplomo del que yo carecía. Permanecí anonadado viéndola marchar.
Eso fue a primeros del mes de enero y desde entonces me sentaba en aquel banco y la veía pasar. Mi mejor amigo me llamó idiota con lo que estuve de acuerdo. Que le hablara, que le preguntara su nombre, me instaba. Pánico sentía.
Al cabo de año y medio me atreví a acercarme a ella, me acoplé a su paso y así anduvimos medio parque sin emitir sonido.
Al final, ella desesperada por tanto silencio, dijo:
−Hola
Y yo asentí con la cabeza.
−Me preguntaba si alguna vez se decidiría a hablarme.
Volví a asentir con la cabeza.
−¿Cómo se llama?
−San ti a go –tartamudeé.
−Menos mal. Creía que era mudo.
Me cubrí de valor y de corrido solté:
−¿No me va a decir el suyo?
−Sí. Por supuesto: Beatriz.
Repetí su nombre varias veces.
Llegamos a un edificio y ella se paró.
−Hasta mañana, Santiago.
Volví a casa corriendo, feliz, como un niño en día de Reyes. Y supe, en ese instante, con quién me iba a casar al cabo de tres años. De eso hace cincuenta y ocho y ella sigue llevando la voz cantante.
© Marieta Alonso Más
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