domingo, 25 de septiembre de 2022

Amantes de mis cuentos: Mi maestra

 



Cuando se graduó la enviaron a un pueblo, luego a otro, y como a la tercera va la vencida llegó para siempre a esta escuela donde el suelo era de cemento, las paredes sin enfoscar, ventanas difíciles de cerrar, no había pupitres ni bancos, solo una mesa y una silla de plástico vacía. Veintidós niños de diferentes edades y conocimientos la recibimos puestos en pie.

En aquel entonces yo tenía siete años y nada más verla me engatusó con aquellos ojos que tenían el color de la aceituna y aquel pelo negro azulado que se ondulaba los días de lluvia. Y me entró el antojo de estudiar. 

Ella no era como la otra, que con una regla te espabilaba si te pillaba medio dormido. La nueva maestra cada vez que hablaba sacudía la modorra de la clase, de la aldea, hacía que el sol calentase en el frío invierno, que las huertas en verano sacaran todo lo sembrado, hasta habló con el alcalde y con el cura para que las fiestas volvieran a ser las de antes, y con el dinero que se recaudara se hicieran pupitres y se adecentara la escuela.

Creo que a mi padre también lo engatusó, como era carpintero se ofreció a mitad de precio, también debió volver loco a nuestro vecino que era albañil, tenía diez hijos y regaló su trabajo, los fines de semana, si lograba ablandar las cabezas de sus hijos. Si uno solo llegaba al bachillerato se daba por satisfecho.  

Nuestra aldea dejó de ser aburrida. Un día, mi madre, casi con tono de súplica le dijo que no sabía leer ni escribir. Ella contestó: Eso lo arreglaremos. Y desde entonces ayudé a mi madre a hacer sus deberes. Ella se levantaba más temprano que de costumbre para que le diera tiempo a lavar, planchar, limpiar, atender a los animales, hacer conservas y así pasó más de un año. Un día secreteó a la maestra que por mucho trabajo que tuviera siempre tenía tiempo para pensar. Y la maestra le prestaba sus libros para que jugara a cavilar. Yo no sabía lo que significaba ese verbo y ella me puso un ejemplo que entendí enseguida, cavilar era como rumiar las palabras, lo mismo que hacían las vacas con el alimento que lo masticaban por segunda vez.

A mi madre y a mí nos dieron el Certificado de Primaria a la misma vez. A mi padre se le saltaron las lágrimas. Mi madre le alcanzó un pañuelo y le animó a rumiar en vez de gruñir como hacía Napoleón, mi cerdito preferido.

 

© Marieta Alonso

 

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