domingo, 14 de noviembre de 2021

Amantes de mis cuentos: Fausto, el ángel de la muerte

  

Ángel de la Capilla de La Almudena (Madrid)


A la tía Águeda la vida la trajo bien joven, casi adolescente, a Madrid. Nunca más regresó a aquel su pueblo extremeño. Lo añoraba de vez en cuando, y hablaba de sus bonitas calles empinadas atravesadas por riachuelos. Debido al trabajo que ejerció durante toda su vida, el de cuidar de una portería en pleno barrio de Salamanca, experimentó la necesidad de estar al tanto de todo. No se le escapaba nada. Vivía en un edificio clásico y vanguardista en el que los vecinos presumían de comer langosta, centollo, bogavante, pero el olor a calamares a la romana se difundía por toda la escalera. No mienten, comentaba con sus amigas. Ese molusco forma parte de los mariscos.

Su apartamento en la planta baja era pequeño, acogedor, muy limpio, y sirvió de trampolín para que sus quince sobrinas, de una en una, dieran el salto a la capital. Gracias a ella que administraba su dinero, como si fuera economista, todas estudiaron y salieron adelante. Sentía que ser práctica era lo mejor que le había sucedido en la vida. Gracias a su seguro de decesos fue enterrada en La Almudena.

Sabía en carne propia de la soledad del ser humano, de los atavismos que acosan, del mundo hostil, de lo difícil que resulta a veces, vivir. Y pensó que haciendo amistades entre las ánimas no estaría sola, a ella le encantaba la gente, hablar con unos y con otros, chismorrear, y no quería que por el simple hecho de estar bajo tierra esa faceta tan suya de sociabilizar con los vecinos se extinguiera.

Un día decidió salir a pasear de madrugada, y comprobó satisfecha que muchas almas pululaban también a esas horas. Como le encantaban las flores, fue de tumba en tumba con una regadera llena de agua que tomó prestada de la caseta del guardián. Esa misma noche hizo buenas migas con otras amantes de las flores y consideraron oportuno quitar las hojas secas y aprovechar unas y otras para hacer llamativos arreglos florales. Por mayoría absoluta decidieron que había que deshacerse de las de plástico. Al contenedor. Así se formó un trasiego de crisantemos, rosas, azucenas, lirios, claveles, gladiolos…, para que ninguna tumba se quedara sin flores. Cada vez eran más las ánimas que en procesión recorrían todo el cementerio. Nadie se quedaría sin flores. 

Tras el trabajo se sentaban de tertulia hablando siempre de los vivos y nunca de los allí presentes. Las madrugadas se hicieron muy agradables. El ángel de la Almudena se acercó con su trompeta, brindando sus servicios, que fueron aceptados con gran entusiasmo. Al ritmo de trompeta se harían turnos de trabajo. La mejor opción para que los difuntos hicieran ejercicio.

Se sabe que nunca llueve a gusto de todos. Y a los vivos les gusta las grescas, por lo que comenzaron a llegar críticas, enfados, protestas de familiares, que al final presentaron una queja al Ayuntamiento. Alguien amigo de lo ajeno, escribieron, cambiaba, revolvía, descolocaba sus flores, y si bien el cementerio había ganado en belleza y limpieza, era obvio que había que respetar las flores de cada cual. No tenían por qué ser compartidas.

Hubo reunión urgente de las ánimas. No sabían qué hacer hasta que tía Águeda de acuerdo con el Ángel, aconsejó correr la voz sobre dos antiguas leyendas. Una muy conocida: «Todo aquel que pasara a la vera del ángel y oyese el sonido de la trompeta significaba que su muerte estaba cerca». Otra menos sabida: «El ángel, un tiquismiquis de cuidado, sentía adoración por las flores, no soportaba a la gente quejica, y estaba dispuesto a que su trompeta hiciera horas extras».

 

© Marieta Alonso Más

Capilla

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