domingo, 13 de diciembre de 2020

Amantes de mis cuentos: a Través de sus ojos



Háblame del mar, madre mía. Quiero oír el susurrar de las olas, quiero que tomes mi mano y nos adentremos en lo profundo, que la frialdad del agua me suba por los tobillos, la cintura, el cuello, el pelo. Al desaparecer bajo las aguas, pensando que así se moría uno, algo hizo que moviera los pies y sacara la cabeza a la superficie, sintiendo el cálido frescor del viento. Ha sido el instinto de supervivencia, aseguraste cuando te conté el terror que sentí. Quizás a padre, dentro de aquella mina que se derrumbó, el instinto no le llegó a tiempo y no pudo regresar a la vida.  

Háblame del monte, madre mía. Enséñame lo que es un repecho, un árbol, un arbusto, el color de la hierba. También quiero aprender cómo respirar hondo para no cansarme, y el significado de esas rayas de color blanco y rojo, y esas otras de color blanco y amarillo, que me describes. Así sabré si voy por un GR o un PR. En uno de esos largos paseos que dábamos me ayudaste a esquivar una serpiente pequeña y negra que pretendía cruzarse en mi camino, me avisaste sin gota de miedo con tu voz cantarina que a mi derecha había un pequeño obstáculo que reptaba, y le dimos esquinazo. ¡Cuánto nos reímos! Se fue culebreando hacia otro lado, dijiste.

Háblame del valle, madre mía. Llévame a pasear por el pueblo, por sus alrededores, acerquémonos al tronco de ese árbol que os dio cobijo a papá y a ti, la vez que os pilló aquella tormenta, y él aprovechó para darte el primer beso. Quiero pasear por la orilla del sendero que nos conduce a nuestra casa, quiero oler la fragancia de esas rosas que sembraste de niña. Me dijiste que las había rojas, rosadas, amarillas, negras, en cambio, sus hojas eran siempre verdes, de muchos tonos, pero verdes. A no ser que estuvieran secas. ¿Te acuerdas?

Me gastaste una broma al querer acariciar aquellos pétalos que me silbaban dulces melodías. No me avisaste y me pincharon las espinas. Me asusté y tú te reíste. Me aconsejaste que llevara el dedo a la boca, la saliva cicatrizaría esas pequeñas heridas, esos puntitos que mi lengua percibía y supe a qué sabía la sangre y capté que el color rojo también podía ser líquido. Aprendí a diferenciar los colores por el tacto o por la intuición, a saber.

Cuando llegó el momento de ir a la escuela, ya conocía muchas cosas. Gracias a ti. Tantas que uno de los profesores me tomó bajo su amparo, y me enseñó a ver con los ojos del alma, porque aprendí a leer, a comprender y a pensar. Me decía que yo era ese alumno que siempre había deseado tener.

Para asombro de muchos asistí a la universidad, me casé y tuve tres hijos a los que enseñaste las mismas cosas que a mí, pero de distinta manera, ellos no necesitaban tantas explicaciones.  

Hoy, madre mía, marchaste. Te fuiste a la habitación de al lado como diría San Agustín. Anoche quise despedirme dándote las gracias. No me dejaste. Tus últimas palabras, muy tenues, fueron: 

Te quiero, hijo mío.

Lo sé, mamá. Y yo a ti.


© Marieta Alonso Más

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