domingo, 28 de junio de 2020

Amantes de mis cuentos: Conga, en busca de cariño






Era hija de padre desconocido y de una perrita sata que le era del todo punto imposible decir quién había sido el padre de una hija tan lista. Una noche, la madre haciendo su ronda, no regresó a casa y Conga quedó sola, triste y abandonada.

Tuvo que espabilar, la barriguita le hacía unos ruidos muy extraños, y fue rastreando algo que olía a leche, se encontró un helado a medio derretir que le supo a gloria y así, caminando y trotando, llegó a la estación de Atocha de Madrid. No es que tuviera intención de viajar, no, es que estaba muy cansada y allí encontró un refugio para dormir a pata suelta, detrás de una columna por donde pasaba poca gente. Cuando despertó, sacó el hocico, luego una patica, miró a ambos lados, y decidió ir detrás de un hombre que llevaba una maleta.

Caminaba muy deprisa y se cansó del poco caso que le hacía, así que dedicó su atención a otros que estaban sentados en un banco delante de una puerta, comiéndose unos bocadillos. Se acercó con disimulo. Por suerte, hubo un revuelo, se anunciaba la salida de un tren y una pareja joven casi se atragantó, tomaron sus mochilas y dejaron caer las bolsas de comida en una papelera cercana. Allá se fue Conga y se dio un banquete. Tenía sed y se fue hacia el jardín tropical; trabajo le costó pues cada vez que intentaba beber, las tortugas le hacían cosquillas en el hocico.

Tras saciar el hambre y la sed se volvió a la columna. Sentía que la soledad la abrumaba, y salió de su escondite decidida a adoptar un aire lleno de vida: alta la cabeza y erguida la cola. Y fue cuando sintió el olor delicioso de una mujer que estaba subida en unos altos tacones, y que se agachó para rascarle la cabeza, y justo en ese instante le entregó su corazón.

Ella continuó su camino, como si con ese gesto fuera suficiente. ¡Qué equivocada estaba! No iba a permitir que se le escapara, así como así, y trotando alegremente, la siguió a una prudente distancia. Se detuvo un momento buscando algo en el bolso, Conga también, y cuando continuó su andadura, la siguió.

Fuera de la estación cruzó la calle sin tener en cuenta que el semáforo estaba en rojo, quizás la mamá de esta mujer no le había enseñado que debía estar en verde para poder pasar. Conga sí esperó, había que ser consecuente con las normas, si no, todo sería un caos.

Sin perderle ojo la vio entrar por una gran verja después de saludar a un guardia de seguridad; en un lateral había un banco y allí se sentó a esperar. Por toda la gente que entraba y salía supo que aquel edificio era el Ministerio de Agricultura, y por el tiempo que tardaba en salir, seguro que trabajaba allí. Y como tiempo era lo que le sobraba, decidió esperarla.

Por fin, tras muchas horas de espera, olió que salía y se levantó sobre las patas traseras contoneándose para llamar su atención. No parecía que se acordase de ella, aunque debían de gustarle los caninos, le echó una golosina que atrapó en el aire. Aunque la miró con ojos radiante y le tendió una de sus rosadas patas vuelta hacia arriba, ella ni cuenta se dio.

Iba a cruzar, lo mismo que por la mañana. ¡Oh, oh! Esta mujer necesita ayuda. Se le puso delante y ladró una vez, la mujer miró a la perrilla que le señaló al semáforo en rojo, cuando se puso en verde ladró dos veces. Ella sonrió y echó a andar. Conga detrás. Hablaba por el móvil. Conga a su lado. Bajó por las escaleras mecánicas. Conga también. Llegó al andén y, antes de que arribara el tren, la perrilla decidió menear el rabo en señal de amistoso saludo, luego puso una de sus patas ante los ojos y gimió.



© Marieta Alonso Más

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