No soporto a mi madre, no soporto a mi suegra, no soporto al bobalicón de mi marido. ¡Y todos vivimos juntos en la misma casa! Somos hijos únicos por ambas partes, y a las dos madres se les ocurrió quedarse viudas a la vez.
Si le digo a mi marido: Ayúdame a recoger la mesa, mi suegra se levanta como un rayo sentenciando: Quédate sentado hijo, ya lo hago yo. A mi madre ni se le ocurre manifestar lo mismo a su hija, que soy yo, ella sigue con su labor de punto. ¿Y qué puedo esperar de mi Carlos, si besa a su madre enormemente agradecido y se pasa los fines de semana frente al televisor viendo el fútbol? Juro que ese deporte le tiene atrofiado el cerebro. Ni siquiera es forofo de un club, a él lo que le entusiasma es que el balón traspase la portería.
A veces pienso que no tuve buen ojo al elegirle, claro que lo que tenía en la aldea era para echarles de comer aparte. Mi madre siempre ha sido una mujer callada y dicen que lo único que se le escuchó comentar cuando nací fue: Es tan bonita que nos traerá problemas.
Hoy las dos han comido antes, decidieron ir a ver juntas una película en la sesión de tarde. Aprovecho que estamos los dos solos ante la mesa para hablar seriamente con mi marido.
-Estoy harta de trabajar. No me siento querida -le confío con voz entrecortada.
Me pone esa cara de buena persona que me altera hasta el infinito.
-¿Qué te pasa? -replicó levantando las cejas, confundido, algo molesto.
Por la ventana se escuchaba la voz de un hombre anuncio, vociferando, mientras le aclaraba:
-Me pasa que tu madre lo vuelve todo oscuro.
Y al levantar el vaso un destello de luz creó un reflejo en el cristal.
-Y ¿Qué me dices de la tuya?
No sé qué cara le pondría pero la voz me salió bastante suave para lo que estaba sintiendo.
-Querido, reconoce que vivimos en la casa de mi madre y la tuya ha declarado que no piensa dejarnos ningún recuerdo.
Se aleja la voz del hombre anuncio dejando un silencio agotador.
Haciendo gala de una gran lucidez, Carlos comentó con voz pausada:
-Querida, ¿merece la pena ésta conversación? Creo que mientras nuestras madres continúen respirando, discutiremos.
Le dio un beso para calmarla, cosa que no consiguió porque a ella, le parecía que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario