Me encantan todos los apeaderos. En solitario cuando no hay nadie y solo el murmullo del viento nos trae a lo lejos un ligero retumbar de vías. En muchedumbre cuando los pasajeros se revuelven y hay un ir y venir de maletas, empujones, protestas y hasta alguna que otra bofetada dada a quien se arriesga a tocar traseros como si eso le brindara algún beneficio. Ver llegar a ese tan bien vestido y con aires de quien no quiere estar allí birlando carteras, bolsas y hasta el peluquín del más despistado…
Me escondo en esos sitios privilegiados donde nada se escapa a un ojo bien adiestrado, disfrutando con los que van y los que vienen, escuchando a los bienvenidos y a los bien hallados.
Salto de gusto al escuchar el ruido de la locomotora, el silbato es música para mis oídos. Por eso no hay lugar que no visite que no vaya a presentar mis respetos a la estación de ferrocarriles. Por eso me gusta tanto Cabaret y la escena donde Liza Minelli, grita, grita, grita...
Llevo años queriendo hacer lo mismo. No quiero morir sin haberlo hecho. Creo que le debo ese homenaje a la película, a mis gusanos de hierro, a esos monstruos que son mi debilidad. Pero no me atrevo. Soy más tímida de lo que muchos piensan.
Ayer no sé qué pasó por mi mente. Sin pensar me encontré en una gran terminal. El estruendo era espantoso. Trenes saliendo y entrando. Cosa rara no había nadie en el andén. Estaba sola. Mejor ocasión imposible. Tenía que ser valiente. Esperaría a que aquella mole que ya estaba a punto de llegar, hiciera su entrada silbando. Dicho y hecho. Saltando como una lunática, chillaba, voceaba, me desgañitaba.
Y en mitad de tan gran interpretación ¡Oh, my God! Veo ante mí, mirándome y escuchándome con una sonrisa que mejor no analizar. ¡Trágame tierra! Nada menos que a ese hombre a quien tanto había amado, con quien me iba a casar y en el último momento lo dejamos, a ese a quien nunca más querría volver a ver, que me decía socarrón:
- Tan extravagante y deliciosa como siempre.
© Marieta Alonso Más
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