domingo, 10 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Final de curso

  



Había ido a recoger a mi hija cuando vi a un hombre enorme, tan gordo como alto a la entrada del colegio. Su vozarrón era como un cañonazo y mi niña comenzó a llorar, a temblar.

—No llores, no tengas miedo.

Quien así hablaba era uno de los profesores. El de los ojos grandes, verdes como la pradera, como los aguacates, tan luminosos que se reflejaba en ellos lo que estaba mirando. Me saludó con amabilidad. Se fue hacia aquel hombretón y le plantó cara. El mastodonte, con la cabeza gacha, se alejó.  Luego, ojos bellos, nos explicó que aquel individuo era como un viejo león que de vez en cuando quería comprobar que aún era capaz de rugir. 

Nos miramos, y no sé lo que sentí. Mi corazón dejó de latir por un segundo. En sus ojos vi el mismo fuego que en los míos. Caminamos hacia nuestras casas sin hablar, de vez en cuando nos mirábamos y sonreíamos. Vivíamos cerca. Adiós, me dijo; y me puse roja como la grana. Tras la cena, me senté como todas las noches a escribir. Tenía que terminar una novela, el editor ya había dado un ultimátum. Sonó el teléfono. Mi niña contestó, lo trajo y se sentó a mi lado. Era para mí.

La voz al otro lado dijo algo. Aparté del oído el aparato y lo miré con asombro, con emoción. Volví a escuchar para no perder detalle. Me estaba diciendo que desde principio de curso se había enamorado, que había encontrado a esa persona que lo hacía mejor, que iba a ser muy claro conmigo. ¿Sentía yo lo mismo que él? Silencio. Aquel instante fue eterno. Mi hija, al verme tan callada, con los ojos humedecidos tomó el auricular y gritó:

—Sí, sí, sí. Mi mamá está afónica y no puede responder.

La imagen del viejo león me vino a la cabeza. Gracias a su rugido mi querido profesor había tenido el valor de llamar.

 

© Marieta Alonso Más

 


domingo, 3 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Al oeste

 



Aleida era cubana y Peter estadounidense. Vivían en Wyoming. Se conocieron de casualidad. El mismo día que ella salió de su tierra, bajando las escalerillas del avión tropezó y cayó en brazos de Peter. Eso fue suficiente. Su matrimonio duró sesenta años.

Peter, un bendito, había ido por un año a Miami a trabajar en el aeropuerto y allí había encontrado la felicidad, repetía sonriendo una y otra vez. Siempre había soñado con volver a su terruño y dedicarse a la agricultura que era para lo que había nacido, pero la vida lo llevó a ser guarda del primer parque nacional del mundo: Yellowstone.

Contaba a su mujer, que mucho tiempo atrás, los grandes rebaños de bisontes deambulaban por allí. Y ella le contestaba con picardía, en español, idioma difícil para él, que le gustaba la Pradera por la forma tan lujuriosa con que crecía la hierba, por los osos grises, los lobos, los alces…, y por su cara, ajada, con esos surcos profundos de una vida al sol tan parecidos al curso del río Cheyenne. Como hablaba tan bajito, tan dulce, tan amorosa, Peter entendía lo que quería oír.

Al principio sus padres pensaron que, siendo habanera, no pasaría mucho tiempo sin que regresara al bullicio de Miami, pero no, Aleida se enamoró de las Rocosas, de las Praderas, de su casa tan recogidita, tan suya y con un terreno que la bordeaba donde podía tener un jardín.

Al principio, como es natural, solo hablaba cubano, se entendía con su marido por señas, al tacto, miradas, hasta que aprendió con una rapidez escalofriante el inglés y en su fuero interno alardeaba de hablarlo mejor que él.  

La casa de los Smith lindaba a ambos lados con otras dos casas idénticas. En una vivía un matrimonio que se ufanaba de ser de origen arapaho y en la otra la familia era descendiente de los crow. Y como no podía ser de otra forma, siendo cubana, Aleida ideó poner en el patio un tipi donde las tres mujeres se reunían a chismear de los otros vecinos, a coser alfombras, mantas, a intercambiar recetas de cocina.

Todos los veranos la familia de Aleida se presentaba y dormían en la tienda mejor diseñada del mundo, ese irrebatible criterio general. Y los animaban a mudarse para Miami, donde el clima era sinónimo de felicidad. Y ella contestaba que no podía ir a buscar lo que ya tenía.

Los años fueron pasando, llegaron los hijos, los nietos y los descendientes de aquel matrimonio cubano norteamericano se mezclaron con amerindios, mexicanos, asiáticos, españoles…, y la cubana aseguraba que su familia era tan inteligente, con tanta belleza interior y exterior, gracias a las mezclas que había en ella.  

Una noche de primavera, Aleida muy enferma, a sus ochenta años, sentada en el porche con su marido al lado le oyó decir que ella, para él, era la diosa del amor. Mirándolo de reojo le advirtió: Recuerda que Venus es siempre la primera luz del cielo y te estaré vigilando. Y con esa sonrisa suya, rodeada de flores, se marchó.

Cada noche tras el ocaso, él busca ese planeta y le cuenta lo que ha hecho durante el día.

 




© Marieta Alonso Más

domingo, 27 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Ardilla talentuda

 



Me gustan los animales. Lo juro. Hasta los de dos patas. Pero con las ardillas tengo un problema, las hay de todos los tipos: burlonas, serias, juguetonas…

Las del parque de mi casa suben y bajan por los árboles con una agilidad pasmosa, algunas se han sentado en mi ventana a ver la televisión y el otro día vi a una esperando que se pusiera rojo el semáforo para atravesar la calle. La cola les sirve de timón.

Su alimento preferido son las nueces, pero la que se piensa que yo soy su padre come bayas, insectos, alpiste, rosetas de maíz, hasta la he visto saborear mis pastillas para la tos.

Me dijeron que les gustaba la música, pero la que me tiene en un sin vivir no se conmueve ni con Mozart, lo que le gusta es molestar a mi perro Lupus, a mi gato Tigre, a mi canario Kraus. Pasa corriendo junto a ellos, se trepa al árbol más cercano y desde allí se burla de sus ladridos, maullidos y trinos.

Cuando salgo a la calle me sigue saltando de rama en rama. Y eso que antes de abrir la puerta, por la ventana, compruebo si está por los alrededores. Tiene que tener un escondite secreto desde el que me vigila. Pues por muy sigiloso que ande: ¡de pronto!, salta la ardilla.

Desesperado me senté en el parque y hablé al árbol más frondoso. Sabía que estaba allí. 

A ver, Petigrís, vamos a ser sensatos. Si quieres vivir en mi casa, tienes que ser amigo de quienes ya vivían en ella antes de que aparecieras. Esta familia forma un equipo. Si te sientas a mi lado es que aceptas mis condiciones. Si no te interesa, aléjate. Y la muy cuca se sentó, me miró con cara de buena persona y le guiñó un ojo a Lupus y el otro a Tigre. No sé lo que pensará Kraus de la nueva adquisición.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 13 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Vida casi miserable

 



 

Esto de vivir causa fatiga. Desde el mismo momento de nacer tuve la sensación de que nadie me estaba esperando. A mi madre se la llevaron a quirófano y yo estaba solito bajo una cámara de oxígeno. Luego me cogieron por las piernas y boca abajo me dieron unas buenas nalgadas hasta que solté un berrido.

Si yo fuera un lobo feroz lucharía por desterrar las injusticias que hay en el mundo, y en particular en mi casa, pensaba a mis siete años ante un plato de judías verdes que estaban asquerosas. Ni una en el plato, me advertía mi madre, y eso significaba que si se me ocurría desobedecer no podría ir a jugar con mis amigos.

¿Por qué tengo tan mala suerte? La madre de Daniel, mi mejor amigo, nunca le obliga a comer judías verdes. Ella es quien debía haber sido mi madre y no la vegetariana que tengo. 

Menos mal, que en mi ayuda siempre viene Conga, mi adorable perrita, que paciente espera que salten por el aire las judías masticadas. Al no haber rastro de ellas su madre se cree que están en mi barriga.

Ya en la pubertad gritaba pidiendo amor y ni siquiera el eco contestaba. Y buscando un gran amor me casé cinco veces y con cada una cinco hijos. Lo único que he hecho durante toda mi vida es trabajar para ellos.

Ayer, leyendo el periódico local me topé con mi esquela. Llamé por teléfono a la redacción y me dicen que, si quiero comprobarlo que vaya al tanatorio del pueblo, a la sala número 7.

Allí me presento y me veo de cuerpo presente.  Nunca he sido tan feliz. Toda mi familia reunida, unos tristes, otros menos y mi primera mujer llorando. Nunca debí separarme de ella.

 

 

© Marieta Alonso


 

 

domingo, 6 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Ser vago requiere mucho esfuerzo

 




Hay tres clases de animales en el mundo: Los herbívoros, los carnívoros y aquellos que comen todo lo que prepara su madre. Ése soy yo.

Mi padre era un hombre ahorrador. Todo su afán era comprar pisos. El ladrillo es una buena inversión, decía siempre. Mi madre no paraba de hacer cosas. Era una hormiga. Y entre los dos lograron tener cinco pisos. Yo no. Soy de los que ni siquiera buscan excusas para no trabajar. Me levanto sin necesidad de oír el ruido del reloj.

Mi madre me tiene el desayuno preparado, lo ingiero, después doy un paseo para mantenerme en forma y hablar con los amigos. Luego regreso y me pongo a leer. Mamá es una excelente cocinera, así que como, me echo una siesta de unas dos horas y vuelvo a mis libros. Ceno y salgo a la calle para olfatear el aire nocturno y mezclarme con los fantasmas. Mis pasos son ágiles y silenciosos, como si fuera un comanche. Aunque me encanta la madrugada, soy como Cenicienta a las doce en punto regreso y me voy a dormir.

A veces, cuando mi madre se levanta de mal humor, suele repetir que los pájaros aprovechan la luz del día para recoger semillas y yerbas para el nido. Cuando oscurece se recogen para pasar la noche. También los tigres duermen durante el día en algún lugar sombrío, pero rondan durante toda la noche en busca de alimento. Y la pesada termina: «Mal lo pasa quien con un vago se casa».

La tranquilizo. No seré yo quien se case. Requiere mucho esfuerzo.

Y ella llora porque nunca va a conocer un nieto.

Hace quince días a mi madre se le ocurrió morirse. Me quedé de una pieza. Sin saber qué hacer me vino a la mente la oración que rezaba todas las noches: ¡Ayúdale Señor, a andar derecho!

Y ¡vamos!, sí que anduve derecho. Alquilé los pisos y ahora vivo en este hotel a cuerpo de rey.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 29 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La loba

 






Ilustración de Carl Offterdinger

 (1829-1889)





Tras su divorció, emigró con sus siete hijos a la capital en busca de libertad, bienestar y sobre todo poner tierra por medio entre el agresivo de su marido y ellos. La ristra de hijos comprendía desde los nueve años del mayor hasta los seis meses del pequeño, cabían debajo de una canasta. Todas las mañanas salía a trabajar como asistenta. De lunes a viernes, los de edad escolar a clases y los otros una vecina se los cuidaba. Los sábados los mayores cuidaban de los pequeños durante la mañana. Cada vez que su madre salía les recomendaba no abrirle a nadie la puerta de la calle. Lo tenían prohibido. No se cansaba de repetirlo. Regresaba a las tres de la tarde, organizaba la casa y los llevaba a jugar al parque después de hacer la única comida fuerte del día.

Desde un banco del parque una mujer les observaba. Pensaba que la vida era injusta, que Dios le daba barba al que no tenía quijada porque aquella mujer sin medios económicos tenía siete hijos, en cambio, ella que lo tenía todo era estéril.

Los miraba de reojo, de frente, intentaba oír la charla infantil e ideaba la forma de ganarse la confianza de la madre y de los niños. Y así fue. Llegó a ser la señora de las chuches.

Un sábado por la mañana tocó a la puerta de la casa de los niños y dijo que les traía bocadillos. Tenían prohibido abrir la puerta, contestó el mayor.

—Pero si soy yo, vuestra amiga.

—No, no podemos abrir, cantaron a coro.

—Lástima, tendré que tirar los bocadillos.

—¿Por qué no nos lo llevas al parque?

—Es que esta tarde no voy a poder ir.

Mientras tanto el mayor iba trayendo libros al pie de la puerta para subirse en ellos y mirar por la mirilla. Comprobó que era la señora de las chuches:

—Le voy abrir, pero solo un momentico.

Dicho y hecho. Nada más abrir la puerta se arrepintió. La señora traía una cuerda y fue amarrando uno a uno menos al mayor que había salido corriendo a esconderse y al pequeño que lo llevaba en brazos. Ella no perdió tiempo en buscarle. Se marchó con los otros seis.

 

Al llegar la madre se sorprendió al ver la puerta de par en par. Histérica comenzó a llamar por sus nombres a sus hijos. Nadie contestaba. Fue de habitación en habitación. Al llegar a la cocina…

—¡Mamá!

—¿Dónde estás?

—Aquí.

Y siguiendo la voz le encontró casi morado metido en el frigorífico. Llamó a la policía mientras lo llevaba al Hospital. La policía ya estaba al tanto. La vecina que cuidaba por las mañanas a los pequeños lo había visto y oído todo y estaba a cargo de los seis pequeños. Tras las rejas, una mujer, gritaba que eran sus hijos.   

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 15 de junio de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 117: Misión de Nuestra Señora de la Purísima Concepción

 


Las misiones de la Alta California estaban situados a unos 48 kilómetros de distancia unas de otras, aproximadamente un día de viaje a caballo o tres días a pie. La tradición dice que los frailes plantaron granos de mostaza a lo largo del camino para marcarlo con brillantes flores amarillas.

Este mes las cuatro escritoras hacen un homenaje a quienes dejaron su impronta en la Historia.


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https://www.nuevoakelarreliterario.com/la-mision/