domingo, 9 de noviembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Y tú ¿de qué presumes?

 


Homenaje a Luis Carbonell

El Acuarelista de la Poesía Antillana

fue un destacado declamador de cuentos  

y estampas populares afroantillanas,

músico y escritor cubano.

 

 

Esta mañana, en el Malecón, me llamaste negro delante de mucha gente. Me callé a tiempo. Ahora te encuentro solo y me vas a escuchar bien claro, como que me llaman «Tostao».  

A cuento de qué viene eso de despreciar a los negros, si tú de blanco por un lado solo tienes cuarto y mitad y por otro, lo vas a descubrir. Es que ya no recuerdas a tu bisabuelo, que era tan prieto como el azabache, aquel hombre que de la nada se hizo rico trabajando en una hora lo que tú no te has esforzado en treinta años, aquel hombre tan orgulloso de su color que cuando le invitaron a sentarse en una mesa de blancos, allá en tiempos de la esclavitud, puso la bolsa repleta de oro sobre la silla diciendo: Siéntate, Estanislao Salgado. Su triunfo, su prosperidad, nunca le nubló la mente y sabía que lo invitaban por su dinero, que por su color le hubiesen dado una patada allí donde la espalda pierde su honesto nombre.

No, no, no, te quieras ir tan pronto. Ya sé que las verdades duelen. ¿Qué te crees, tú?, conmigo no puedes ir por el mundo como si fueras blanco, que te conozco, camaleón, que conozco a toda tu familia, que sé que a tu abuelo lo tienes en el cuarto de atrás sin dejarle salir, solo presumes de abuela y de madre porque son rubias de ojos claros. No te quieres acordar de tus orígenes, los has echado al barranco como bagazo de caña.

A mí no me engañas por mucho que te vistas con trajes de dril 100, por mucho que te codees solo con los blancos, porque tu pelo te salió lacio, los labios los tienes finos, y las mejillas rosá… Yo, en cambio, este negro que está aquí, delante de tus narices, por si no lo sabes, entérate bien, soy tu padre y exijo respeto.  

 

© Marieta Alonso Más  

 

domingo, 26 de octubre de 2025

Amantes de mis cuentos: Metamorfosis

 





¡Estoy triste! Y sé por qué. La casa está vacía desde hace un año en que te fuiste sin mi permiso. Hoy al igual que ayer me veo como el olmo de Machado, viejo, hendido por el rayo, pero sin brotes verdes. Me miro al espejo, cierro los ojos. Mi tronco antes robusto, derecho; ahora resquebrajado, carcomido.


Mi corazón espera, ¿qué, espera? No sé. Mi cabeza, poco a poco, se va vistiendo de ideas. Debo salir a la calle donde los recuerdos se atenúan. Tomo un cuaderno y el lápiz para escribir mis soledades. Paso a paso me acerco a ese viejo café de la esquina, compañero de tantas tardes, mirando sin ver, a través de los cristales, en mi mesa, la escondida, la de mármol, la redonda.

Este invierno ha sido chambón. No ha nevado ni un solo día. Ahora llueve. Me resguardo bajo tu paragua, el que le falta una varilla, el azul con rayas naranjas, ése. Mañana dará comienzo la primavera, mi cumpleaños, setenta años que caen… El hombre del tiempo ha dicho que saldrá el sol.

Sonrío. Es como si tú me dieras coscorrones para que espabile. Venga, no me maltrates, te digo. Intentaré despojarme de tanta niebla, de tanto abandono, me vendrá bien compartir sueños, llamar a los amigos, alejarme de tanto silencio. Alimentarme de savia nueva para dar algo de sombra.  

 

© Marieta Alonso Más  

domingo, 19 de octubre de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 121: La Universidad de Alcalá de Henares

 



Fue fundada por el cardenal Cisneros en 1499. Durante los siglos XVI y XVII se convirtió en el gran centro de excelencia académica. En sus aulas enseñaron y estudiaron grandes maestros, y hombres ilustres, como Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Fray Luis de León o María Isidra de Guzmán y de la Cerda, quien, con autorización del rey Carlos III, el 6 de junio de 1785, fue la primera mujer que recibió un doctorado en una universidad española.


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domingo, 12 de octubre de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez, el tendero

  


 

En el colmado del tío Genaro había todo lo que un niño podría desear. Y mi amigo Manolito era uno de esos niños. La mercancía estaba tan abigarrada que nadie, ni siquiera él, podría saber a ciencia cierta, lo que, en verdad, quería.

Al ir para el colegio, cada mañana, allí se paraba, tras dar los buenos días preguntaba al anciano vendedor lo que podía comprar con un centavo. Era su paga del mes y tenía que administrarla.

El tío Genaro ni siquiera se molestaba en contestar. Sacaba tres patatas, tres zanahorias, tres cebollas y lo ponía en la esquina derecha del mostrador.

—Elige.

A Manolito se le iban los ojos para la carne, los tomates, el aguacate.

—Lo pensaré —contestaba.

Así desde el día primero de mes hasta el día treinta o treinta y uno Manolito miraba, remiraba, manoseaba, hasta que por fin decidía qué comprar. Para no engañar, pensaba Genaro, en febrero la decisión la tomaba el veintiocho o veintinueve, si era bisiesto. Y le cobraba el centavo.

Pero, lo bonito, lo que esperaba con ansia aquel niño esmirriado era que una, dos o tres veces a la semana, por sorpresa, aquel hombre con mirada tenebrosa y encías medio deshabitadas dejaba caer un trozo de pan, dos lascas de chorizo y un plátano: Si lo quieres, ahí lo tienes. Regalo de la casa. Y Manolito arramplaba con todo, le daba las gracias cientos de veces, su madre le decía que tenía que ser educado y se iba corriendo al colegio. Aquel día, merendaba.

 

© Marieta Alonso Más

 

    

domingo, 5 de octubre de 2025

Amantes de mis cuentos: Un pariente de valía

 




 

El abuelo de mi abuelo, Agustín, mi tatarabuelo según mi madre, un día con quince años se levantó temprano, desayunó y se despidió con estas palabras: Me voy de misionero jesuita.

—Qué dices, zoquete —y recibió un coscorrón de su padre.

Pero se fue.

Nunca llegó a vestir sotana. Para eso había que estudiar y él no estaba para perder tiempo. Según decía, con saber leer, escribir y las cuatro reglas era suficiente. Entró como lego en la Misión y comenzó limpiando el recinto, sembrando la huerta, de pinche de cocina… Una vez a la semana llevaba los productos al mercado y traía del pueblo lo que hiciera falta en la comunidad. Enseguida se convirtió en alguien imprescindible.

Iba y volvía en una carreta con tres mulas —las acémilas tampoco vestían sotana—, dos iban delante y otra detrás, de repuesto. Si se le hacía muy tarde vendiendo y comprando, dormía debajo del carro en el punto del camino en que le entrara sueño. Las bestias de carga lo custodiaban y cuando a las pobres les salían mataduras por culpa del aparejo, se las limpiaba y les hablaba con cariño especial.

Lo mismo hacía con niños, ancianos, con todo bicho viviente. Tenía tal maña para curar enfermedades físicas y emocionales, que pronto se convirtió en curandero. La sapiencia no le bajó del cielo en forma de chaparrón, no, es que otro misionero, éste sí jesuita, tuvo el gran talento de confiar en él. De vez en cuando le prestaba un códice precolombino y otros libros de la biblioteca. Aquello al tatarabuelo Agustín le abrió las puertas del Paraíso.

Venían de lejos a consultarle, decía mi madre. Siempre estuvo dispuesto a ayudar. Imposible impedir que fuera un hombre bueno. Sería lo mismo que tratar de contener la impetuosa corriente del río en primavera.

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 28 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Los virus

  


La prima María Engracia ya nació con mocos.

Desde entonces resfriados, gripes, catarros, constipados anidaban en ella. No se privaba de nada. Casi estuvo a punto de tener tuberculosis, pero cuando esa enfermedad se percató de que no paraba de toser cada dos minutos y medio y de que hablaba tartamudeando, salió huyendo.

Hasta que un día, ya con cincuenta años, estaba tejiendo una bufanda en el salón cuando sintió un golpe en la cocina. Fue a ver y se encontró en el suelo a un hombre inconsciente y en el techo un gran agujero. Sabía que los vecinos estaban en obra, pero aquello la dejó patidifusa. La casa se llenó de obreros, pero fue ella quien tosiendo sin parar señaló el móvil y comprendieron que debían llamar a la ambulancia.

Pensaban que estaba muerto. Era un emigrante sin familia. Los sanitarios se la llevaron a ella junto con el posible cadáver a urgencias. Le registraron los bolsillos y supieron que se llamaba Casimiro Blanco González. Trámite solucionado.

Allí estuvo María Engracia hasta las dos de la madrugada en que le dijeron que el muerto, vivo estaba, y que se quedaba allí hasta que recobrara el conocimiento. Ella prometió regresar al día siguiente. Y al llegar a casa se encontró con la sorpresa que llevaba cinco horas, quince minutos y veintidós segundos sin toser. Sin sonarse la nariz.

Y sonrió pensando que hasta los virus tienen su corazoncito. En reciprocidad ella cuidaría de aquel hombre.

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 21 de septiembre de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 120: El camino

 



Desde que dimos el primer paso y tuvimos autonomía para andar, emprendimos el impulso humano de seguir moviéndonos, sin importar las circunstancias. Quizás, el camino es esa metáfora universal para referirnos a nuestra existencia, obligados a caminar, a veces incluso a nuestro pesar.



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