domingo, 19 de octubre de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 121: La Universidad de Alcalá de Henares

 



Fue fundada por el cardenal Cisneros en 1499. Durante los siglos XVI y XVII se convirtió en el gran centro de excelencia académica. En sus aulas enseñaron y estudiaron grandes maestros, y hombres ilustres, como Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Fray Luis de León o María Isidra de Guzmán y de la Cerda, quien, con autorización del rey Carlos III, el 6 de junio de 1785, fue la primera mujer que recibió un doctorado en una universidad española.


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domingo, 12 de octubre de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez, el tendero

  


 

En el colmado del tío Genaro había todo lo que un niño podría desear. Y mi amigo Manolito era uno de esos niños. La mercancía estaba tan abigarrada que nadie, ni siquiera él, podría saber a ciencia cierta, lo que, en verdad, quería.

Al ir para el colegio, cada mañana, allí se paraba, tras dar los buenos días preguntaba al anciano vendedor lo que podía comprar con un centavo. Era su paga del mes y tenía que administrarla.

El tío Genaro ni siquiera se molestaba en contestar. Sacaba tres patatas, tres zanahorias, tres cebollas y lo ponía en la esquina derecha del mostrador.

—Elige.

A Manolito se le iban los ojos para la carne, los tomates, el aguacate.

—Lo pensaré —contestaba.

Así desde el día primero de mes hasta el día treinta o treinta y uno Manolito miraba, remiraba, manoseaba, hasta que por fin decidía qué comprar. Para no engañar, pensaba Genaro, en febrero la decisión la tomaba el veintiocho o veintinueve, si era bisiesto. Y le cobraba el centavo.

Pero, lo bonito, lo que esperaba con ansia aquel niño esmirriado era que una, dos o tres veces a la semana, por sorpresa, aquel hombre con mirada tenebrosa y encías medio deshabitadas dejaba caer un trozo de pan, dos lascas de chorizo y un plátano: Si lo quieres, ahí lo tienes. Regalo de la casa. Y Manolito arramplaba con todo, le daba las gracias cientos de veces, su madre le decía que tenía que ser educado y se iba corriendo al colegio. Aquel día, merendaba.

 

© Marieta Alonso Más

 

    

domingo, 5 de octubre de 2025

Amantes de mis cuentos: Un pariente de valía

 




 

El abuelo de mi abuelo, Agustín, mi tatarabuelo según mi madre, un día con quince años se levantó temprano, desayunó y se despidió con estas palabras: Me voy de misionero jesuita.

—Qué dices, zoquete —y recibió un coscorrón de su padre.

Pero se fue.

Nunca llegó a vestir sotana. Para eso había que estudiar y él no estaba para perder tiempo. Según decía, con saber leer, escribir y las cuatro reglas era suficiente. Entró como lego en la Misión y comenzó limpiando el recinto, sembrando la huerta, de pinche de cocina… Una vez a la semana llevaba los productos al mercado y traía del pueblo lo que hiciera falta en la comunidad. Enseguida se convirtió en alguien imprescindible.

Iba y volvía en una carreta con tres mulas —las acémilas tampoco vestían sotana—, dos iban delante y otra detrás, de repuesto. Si se le hacía muy tarde vendiendo y comprando, dormía debajo del carro en el punto del camino en que le entrara sueño. Las bestias de carga lo custodiaban y cuando a las pobres les salían mataduras por culpa del aparejo, se las limpiaba y les hablaba con cariño especial.

Lo mismo hacía con niños, ancianos, con todo bicho viviente. Tenía tal maña para curar enfermedades físicas y emocionales, que pronto se convirtió en curandero. La sapiencia no le bajó del cielo en forma de chaparrón, no, es que otro misionero, éste sí jesuita, tuvo el gran talento de confiar en él. De vez en cuando le prestaba un códice precolombino y otros libros de la biblioteca. Aquello al tatarabuelo Agustín le abrió las puertas del Paraíso.

Venían de lejos a consultarle, decía mi madre. Siempre estuvo dispuesto a ayudar. Imposible impedir que fuera un hombre bueno. Sería lo mismo que tratar de contener la impetuosa corriente del río en primavera.

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 28 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Los virus

  


La prima María Engracia ya nació con mocos.

Desde entonces resfriados, gripes, catarros, constipados anidaban en ella. No se privaba de nada. Casi estuvo a punto de tener tuberculosis, pero cuando esa enfermedad se percató de que no paraba de toser cada dos minutos y medio y de que hablaba tartamudeando, salió huyendo.

Hasta que un día, ya con cincuenta años, estaba tejiendo una bufanda en el salón cuando sintió un golpe en la cocina. Fue a ver y se encontró en el suelo a un hombre inconsciente y en el techo un gran agujero. Sabía que los vecinos estaban en obra, pero aquello la dejó patidifusa. La casa se llenó de obreros, pero fue ella quien tosiendo sin parar señaló el móvil y comprendieron que debían llamar a la ambulancia.

Pensaban que estaba muerto. Era un emigrante sin familia. Los sanitarios se la llevaron a ella junto con el posible cadáver a urgencias. Le registraron los bolsillos y supieron que se llamaba Casimiro Blanco González. Trámite solucionado.

Allí estuvo María Engracia hasta las dos de la madrugada en que le dijeron que el muerto, vivo estaba, y que se quedaba allí hasta que recobrara el conocimiento. Ella prometió regresar al día siguiente. Y al llegar a casa se encontró con la sorpresa que llevaba cinco horas, quince minutos y veintidós segundos sin toser. Sin sonarse la nariz.

Y sonrió pensando que hasta los virus tienen su corazoncito. En reciprocidad ella cuidaría de aquel hombre.

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 21 de septiembre de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 120: El camino

 



Desde que dimos el primer paso y tuvimos autonomía para andar, emprendimos el impulso humano de seguir moviéndonos, sin importar las circunstancias. Quizás, el camino es esa metáfora universal para referirnos a nuestra existencia, obligados a caminar, a veces incluso a nuestro pesar.



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domingo, 14 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: El secreto de la vida

 



 

Abrió el frigorífico, lo volvió a cerrar y protestó por no tener leche fría. Ningún recipiente, bote, frasco, brik, estaba a la vista.

¡Mamá! ¿Dónde está la leche?

Silencio

¡Mamá!

El abuelo levantó la vista del crucigrama. Este adolescente se creía que con desear y pedir lo obtenía todo.

—Hijo, no sé si sabrás que las vacas, las cabras, las llamas no dan leche, así como así. Hay que ordeñarlas.

El chaval, por un momento dejó el móvil, lo miró con cara de aburrimiento y soltó:

—Abuelo, estás tonto.

Este, puesto en pie, se ponía la chaqueta para dar su paseo diario.

—Hijo, para que tú bebas leche, alguien se levantó a las cuatro de la madrugada, fue al establo, caminó entre excrementos, ató las colas, las patas, se sentó en un banquito, colocó el balde e hizo los movimientos adecuados.

—Déjame en paz, carcamal. Ya estás con tus historias.

El abuelo se dio la vuelta. No sabía cómo hacerle entender que no todo es fácil, que la realidad no es color de rosa, que la felicidad es el resultado del esfuerzo.

Al llegar a la puerta de la calle, retrocedió. Se acercó a su nieto y le dio un ligero coscorrón y un beso en la espesa cabellera. Nunca se sabe, pensó, si al doblar la esquina, llega el último día, el último abrazo, el último…

Y no quería que, cada vez, que su nieto tomara leche recordara lo borde que había sido con su abuelo.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 7 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: La musa enamorada

 




A veces, en primavera, cuando la luz de la tarde se filtra por la ventana, se le escapaban suspiros.

Un olor a pimienta y canela, hizo que levantara la cabeza y husmeara el aire. Se preguntó atónita si no sería cierto aquello de que el dueño del cortijo y la lavandera hablaban de amores. Pero, eso a ella… ¿Qué le importaba? Su pensamiento voló muy lejos.

Sus padres tenían una cabaña de troncos al pie de la sierra del Rosario, en Cuba. En ella nunca Robert Redford le lavó el pelo. Lástima. Un paisaje tropical como aquél era un recreo para la vista, y a lo mejor, ese hombre que levantaba pasiones se hubiese olvidado de que ella no era Meryl Streep. Por ese detalle insignificante, su querido actor nunca podría oír el murmullo del riachuelo, ni el canto del sinsonte, ni el ulular del viento entre los árboles.

Regresó del ensueño y posó sus pies en su nueva tierra. No se podía ser tan soñadora. ¡Era tan dada a mecerse entre las nubes! De pronto, percibió un leve olor a gasolina. Oyó el ruido de un motor. Giró la cabeza, un Land Rover aparcaba enfrente de su ventana. Se bajó un hombre. Más feo, imposible.

Pero no fue hacia su casa, sino a la que lindaba con la de ella que siempre había estado cerrada. ¡Si hasta las telarañas se habían adueñado de aquella preciosa vivienda! Oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Luego, el silencio. Al rato el sonido de las teclas de un piano inundó la plaza.

Despacio se levantó, siguiendo las notas musicales. Subió a un árbol a fisgonear y vio unas manos deslizándose por el teclado. Unas manos de dedos largos, finos, ágiles… Unos dedos capaces de crear no solo sonidos, también profundos sentimientos. Y quizás, incluso, podrían lavarle el pelo…

 

© Marieta Alonso Más