domingo, 13 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Ménage á six

 




No quería vestir de blanco, trataba de ser honesta consigo misma, pero nadie en su sano juicio se atrevería a sugerir semejante insensatez delante de un padre como el de Gertrudis. ¡Eran otros tiempos!

Fue él quien le impuso ese novio que ahí ven con cara de buena persona, siempre serio, y al que intentó oponerse sin éxito. Todo estaba hablado al milímetro entre los progenitores, eran amigos de toda la vida, de la misma posición social y las tierras lindaban unas con otras.  El futuro nieto unificaría las dos grandes fortunas. Cada uno aportó, de momento, una sólida dote.

La gente que conocía al prometido lo estimaba, pero en la novia esos sentimientos se encontraban a un nivel muy bajo, es más, la sacaba de quicio, por lo que tenía tales remordimientos, que la obligaban a respetarle, un poquito, no mucho.

En esa foto que presidía el dormitorio está la historia de sus vidas. Mirad las caras femeninas, deteneos en sus ojos, hay determinación, luego las masculinas, socarronas. Tal parece que les envuelve una atmósfera enrarecida como si cada uno creyera llevar las riendas de su vida.

De derecha a izquierda vemos el hombre al que Gertrudis amaba, casado con su mejor amiga, que a la vez estaba enamorada de aquel que juró ese mismo día, amar y ser fiel. Sufría por su desamor, no le hacía ni pizca de caso por lo que se entretenía con el último de la izquierda, el que tiene levantados la punta de los relucientes zapatos, al que su mujer engañaba con el que hoy celebraba su matrimonio. Eran tres parejas muy bien avenidas. No hay que pensar en futuras tragedias.

La madre de Gertrudis, a la que no se le escapaba nada, un día le susurró: Haz que dure esta perturbadora paz. Los sentimientos pueden ser cambiantes pero el patrimonio es inamovible. Y con un pañuelo bordado de hilo se retocó la mejilla.  

Esa bonanza perduró toda la vida. En la juventud demostraron, como buenas amigas, que compartir podía ser algo hermoso y excitante. Ya de mayores siendo viudas se reunían ‒como siempre habían hecho‒ una vez a la semana para criticar a quienes pasaban cerca de ellas, recordar esos momentos que dejan huella, comentar las últimas novedades, reír… Llorar, estaba prohibido. El surco que dejan las lágrimas no hay crema que lo disimule.

 

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 6 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Cuestión de gusto

 



Toda la vida he sido muy reflexiva. Y no es que lo piense, es que es la verdad. Si dedico una tarde a meditar, sé lo importante que es la lluvia, en lo generosa que son las nubes al dejar caer esas gotas de agua sin hacer distinciones, en lo delicioso que para algunos resulta bailar bajo una fría llovizna, pero… No me gusta mojarme, no me gustan los chaparrones y no me explico por qué tiene que llover de día cuando lo puede hacer por la noche, a esas horas en que la mayoría de los seres humanos duerme. Odio los paraguas, los odio.

Lo que, en verdad, adoro son los coches. Y si es un modelo antiguo mejor. ¡Ay, si tuviera dinero! ¡Qué colección tendría! ¡Qué bonito es andar sobre cuatro ruedas! Si llueve no te mojas, si cae granizo no te golpea la cabeza y si tienes prisa llegas antes. Cada vez que veo un clásico aparcado, me acerco con disimulo y me hago un selfie, un autorretrato como lo llama mi madre.

Se me van los ojos hacia el Benz Patent-Motorwagen, que aseguran fue el primer automóvil de la historia; hacia el Ford Modelo T que se popularizó entre la clase media; hacia el Rolls-Royce Silver Ghost que se consideró como el de mayor calidad. A todos los amo con locura. Si los coches fueran hombres, no me hubiese importado haber sido la amante de todos ellos. Pero, el único coche que hubo en mi familia fue un Seat 600, de segunda mano, al que llamaban Pelotilla.

Pasaron los años y no dejé de anhelar un hermoso automóvil. La falta de novios sin dinero para comprarlos fue la causa principal de mi sempiterna soltería. Cuando mi madre, a sus noventa años, me ve con la vista perdida detrás de uno de ellos, me pellizca y me hace ver lo desagradecida que soy. Dice que no he madurado, que no valoro la suerte que tengo. Y añade que, desde hace muchísimo tiempo, por ilusa, novelera, romanticona, mi familia decidió, sin consultarme, ser mi paraguas…, a falta de un coche.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 29 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Amor a la tierra

 




Padre quería que estudiara Derecho, madre aspiraba a que me hiciera médico, pero a mí lo que me gustaba era trabajar la tierra. Desesperados ante mi tozudez decidieron llevarme a las dos hectáreas de terreno con vides, un arroyo, una ondulante pradera y una casa destartalada. Era la herencia que mis abuelos le dejaron a su hijo y que no valoró hasta recordar que podía servir para quitarme de la cabeza la idea de convertirme en agricultor. Granjero, diría mi madre.

Allí me quedé por vez primera en mi vida: solo, triste, abandonado y sin dinero. Mis padres calcularon que la locura me duraría día y medio. Y a punto estuvieron de tener razón, pero un ángel de la guarda me guio a registrar armarios, estanterías, cajones, una vitrina (vasar, haría ver mi madre), y para mi sorpresa en todos ellos encontré pañuelos anudados con monedas suficientes para sobrevivir más de un año. Así que dije adiós a la pesadumbre.

De inmediato me puse a adecentar la casa, que si el tejado, que si las puertas no cerraban bien, que si las tuberías estaban oxidadas, que si una mano de pintura, que si los grifos, que si una buena limpieza, me costó Dios y ayuda acabar con los ratones, las serpientes, las telarañas…, creían que aquella era su casa y les tuve que hacer ver que era la mía.

Por muebles no tenía que preocuparme y por ajuar tampoco. Comidas y cenas las hacía en la taberna de la plaza del pueblo. Cada día tenía que andar un kilómetro de ida y otro de vuelta. Al cabo de dos meses sin descanso la casa quedó como nueva y mi piel se había vuelto morena.

Ahora le tocaba el turno al jardín, a la huerta, a las viñas, preparar la tierra para lo que decidiera sembrar. Y en eso estaba pensando cuando a lo lejos vi venir a un anciano con su cachava o cayado como lo llamaría mi madre. Ya os habréis dado cuenta que mi progenitora con las palabras tenía una desquiciante relación.

Aquel hombre que venía a paso lento se presentó quitándose el sombrero, y dijo ser el mejor amigo que había tenido el abuelo, que cumpliría 98 años en una semana, que la siembra no tenía secretos para él, que quería ser mi tutor. Me había estado vigilando desde mi llegada y por orden suya el tabernero me sonsacó a qué familia pertenecía, lo que pretendía, si era trabajador... Y había llegado a la conclusión que a pesar de mi juventud era un buen hombre.

¡Como tu abuelo!, exclamó.

 


© Marieta Alonso Más

 

domingo, 22 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: El trajín de cada día

 


 


Solo el olor penetrante a pan delataba la actividad del amanecer. Cerró la puerta y echó a andar. Cinco mil pasos, ni uno más, aunque si se pasaba no había problemas, mientras más ejercicio hiciera, mejor. Eso se lo había dicho el médico la semana pasada cuando fue a consulta. Lo que le sentaba fatal era tener que caminar por obligación. Ya estaba muy viejo para recibir órdenes.

Un papel pegado a un árbol le llamó la atención. Se colocó las gafas en la misma punta de la nariz, siempre las llevaba colgadas sobre su pecho y leyó las letras grandes: Feria del Libro. Para la letra pequeña necesitaba limpiar los cristales y del bolsillo izquierdo de su pantalón sacó un pañuelo blanco, las empañó con su aliento y las frotó. Era una acción que ejecutaba cada día. La Feria no estaba lejos de su casa. 

Le gustaban los libros. Era aún muy temprano, después del paseo, iría al Centro de Mayores para desayunar, luego echaría una partidita de cartas con los amigos, hablarían de política y discutirían de fútbol. Y como no tenía nada mejor que hacer, después de comer, hoy tocaba cocido madrileño completo, se iría a su casa y tras su media hora de siesta, allá a las seis de la tarde se acercaría a las casetas llenas de libros y de escritores. En cada caseta se pararía, aunque no pensaba comprar ni un solo libro. Ya tenía bastantes en su casa.

Todo salió como tenía programado, salvo que regresó a casa con más de media docena de ejemplares a los que no se pudo resistir: una novela histórica, otra romántica, otra de terror, otra de ciencia ficción, de aventura, negra, gótica y por último novela erótica, aunque dejó bien claro que era para un amigo suyo.

 

©Marieta Alonso Más

domingo, 15 de septiembre de 2024

Nuevo Akelarre Literario nº 108: Mosaico romano

 





Cuando los romanos fueron conquistando las regiones de Asia Menor y Grecia a lo largo del siglo II A.C., la obra de mosaico era ya común en todo ese mundo. Este arte traspasó con facilidad la ciudad de las siete colinas.

Hay que destacar los mosaicos de la ciudad de Rávena del siglo VI, que nos dan una idea de la perfección alcanzada y que han sido considerados Patrimonio de la Humanidad.

Este mosaico ha servido de inspiración para situar historias familiares, de amor o de un sueño cumplido.

Pincha en Mosaico romano y podrás leer nuestros cuentos:
Disfrutadlos


domingo, 1 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Al aire libre

 



Amalia apretó el paso. Ya estaba cerca de La Ribera de Curtidores y, como siempre, solo con oír el bullicio se le pasaron todos los males. Era para ella una cuestión vital no faltar ni un solo domingo al Rastro. El trapicheo de ropa, zapatos, quincalla y cualquier objeto de segunda mano era su debilidad y, en cierto modo, su medio de vida.

A media calle divisó a Fermín que daba los últimos toques al tinglado, justo enfrente al monumento de Eloy Gonzalo. Allí estaba con la espalda encorvada, el pelo cano, y sus dedos artríticos. Ya no eran unos chavales. Él, trece días exactos mayor que ella, le bastaba para que se creyera con derecho a protegerla. Discutían cada dos por tres, pero como todo entre ellos se desenredaba con palabras, siempre terminaban riendo.

De niños iban juntos al colegio, cada uno se casó con el mejor amigo del otro, incluso enviudaron con un mes de diferencia. Y cuando un día él se enteró de su precaria situación, la animó a que le ayudara en el puesto. Lo único que tenía que hacer era vender, vender hasta su alma si fuera preciso. Resultó ser una gran idea para ambas partes.

Desde la calle Juanelo vio venir a dos de sus clientas habituales. Se sacudió el cansancio y se dio prisa para llegar antes que ellas. La mañana comenzaba bien. Estaba segura de que la sábana encimera y la funda que para su ajuar bordó su madre hacía cincuenta años, les iba a gustar y no pensaba rebajar ni un céntimo.

No es fácil ser viuda y pobre.

 

© Marieta Alonso Más 

domingo, 25 de agosto de 2024

Amantes de mis cuentos: Una jefa de armas tomar

 




En un cortijo de un lejano pueblo andaluz había una oveja de un blanco tan reluciente, a la que llamaban Bola de Nieve que se enamoró de Combo, el perro pastor que las custodiaba.

Era tan grande su amor que hasta aprendió a levantar la patita cuando al ver un árbol le entraban ganas de hacer esa necesidad fisiológica, que los cursis llaman «pis». Lo que se le resistía era ladrar, no le salía por mucho que lo intentaba.

Lo que era Combo se daba cuenta de los sentimientos que inspiraba y se dejaba querer. Bola de Nieve, aunque muy enamorada, se percató de que su amor era imposible, que no podía tener hijos con su amado perro y decidió que ya que no podía ser su mujer sería su amiga y socia para toda la vida.

Y como buena hembra le hizo ver a Combo que gastaba demasiado energía agrupándolas, así que ideó que un Beee significaba «Alerta», dos Beee «en Formación» y tres Beee «hacia el redil». Las ovejas obedientes no pusieron ninguna pega y marchaban como si pertenecieran a un ejército.

Al tener más tiempo libre, Bola de Nieve ideó que debía buscarse un marido ovejuno y que Combo tuviera amoríos con todas las que quisiera de su raza. Los celos no tenían razón de ser y debían tener descendencia. Puestos a la obra formaron dos grupos: el pastor de las ovejas tenía que ser un congénere, el primogénito de Bola de Nieve y los cachorros de Combo tenían que especializarse como perros de caza. El macho alfa debía demostrar su valía o perdía el puesto. Bola de Nieve, cabeza pensante, le pidió a Combo que, de paso, organizara el trabajo de los hombres. Lo primero que hizo el perro pastor fue tener relaciones amorosas con la mascota del cortijo y cuando el señorito se cayó del guindo se encontró recogiendo aceitunas con sus empleados. Su bella perrita le había hecho ver con toda clase de arrumacos que el vuelco de jerarquías era bueno para la hacienda.

Fue el primer cortijo en poner en práctica mejoras sociales gracias al don organizativo de una oveja, blanca como la nieve, que en apariencia solo sabía mirar a los ojos de su amado perro pastor.

 



© Marieta Alonso Más