domingo, 3 de noviembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Mi vida. un laberinto

 




No sé por dónde salir. Quiero a mi marido, aunque cueste creerlo. El mundo sabe que es un cantamañanas. No necesita fingir, se le nota, pero lo quiero, aunque hace una semana le fui infiel y no siento ningún remordimiento. Tampoco ansío repetir la faena. Lo único que recuerdo de ese desconocido es que tenía el pelo gris haciendo juego con su bigote. Como soy discreta, no contaré lo ocurrido, solo se lo comenté a la tía Maite.

 

Ella había dejado al novio a la puerta de la iglesia por un tipo veinte años mayor: calvo, aburrido e impertinente. Lo mejor que tenía el elegido era su abultado monedero producto de sus sustanciosas cuentas de ahorro. Aunque hay que reconocerle que tuvo una cosa verdaderamente buena, morirse a tiempo, dejando a su viuda todos sus bienes. Cosa que ella agradeció.

 

La tía Maite ayudó a toda la familia, a sus padres les compró un piso, a la abuela una tumba, a sus hermanos la entrada para montar un negocio y a todos los sobrinos bicicletas y patines. Hasta el exnovio salió beneficiado, le compró un billete de avión para que se fuera a Australia, lo más lejos posible para no caer en tentaciones.

 

Anoche, sin venir a cuento, tía Maite murió dejándome heredera. En una nota escrita con letra de molde, me instaba a viajar a Creta, sin marido, a que caminara por el circuito de los siete meandros.

 

«Utiliza la cabeza para salir de tu laberinto, espabila y toma buenas decisiones, que la vida es corta.»

 

 

© Marieta Alonso Más

 

 

domingo, 27 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: El arte de ladrar

 




Era de esas personas que no pensaba demasiado y cada tarde, aun sabiendo que le era perjudicial, los pies lo llevaban a la taberna de Artemio, quien unas veces le ponía vino y otras, cerveza.  

 

Aquella estrellada noche de verano alcanzó tales alturas el entusiasmo de su borrachera que comenzó a imitar el ladrido del perrillo, feo, sarnoso y sin pedigrí, que lo miraba desde un rincón.

 

―No me gustan los perros ―dijo con voz pastosa.

 

A saber lo que entendería el chucho que al oírlo saltó a sus brazos y le puso la cabeza en el hombro. Así se fue tambaleando hasta casa, en la que amaneció al día siguiente abrazado a otro ser vivo.

 

Cuando su madre le vino a despertar, que espabilara, que no tenían nada para comer, se encontró con aquel cuadro que destilaba ternura.

 

―¡Arriba, haragán!

 

Con tal de no escuchar la diaria cantinela se vistió, desayunó, puso la escopeta al hombro y se fue con la intención de seguir durmiendo recostado contra el tronco de un álamo. No llevaba mucho tiempo roncando cuando sintió aullar a aquel retaco de cánido, que con el hocico le estaba acercando la escopeta. Unos tiros se oían en la lejanía. Para que el perro tuviera una buena opinión de él, no fuera a pensar que era un tanto cobarde, o peor aún, un mal cazador, se puso la mira en el ojo y disparó. El animalito salió como una flecha y al cabo del rato regresó con una liebre en el hocico.

 

Se rascó la cabeza. Por culpa de esas manos que les había dado por temblar, llevaba años sin acertar a nada que se moviese. Aguzó el oído por si alguien venía a reclamar su presa. Silencio. Recordó que estaban a mediados de mes y ya se había gastado la mísera pensión de madre, y tenían que comer. Sintió un ruido y volvió a disparar. Esta vez vino con una perdiz.

 

¡Sí que era de ley el perrucho! Habría que ponerle un nombre, y le llamó Zascandil ―así era como le tildaba su madre siendo niño―. Y entre disparos y carreras volvió a su casa con un total de diez palomas, cuatro liebres y dos perdices.

 

Ese día su madre preparó un estofado de liebre que, de tan bueno, hizo que se chupara los dedos. Mejor prevenir, dijo la mujer guardando lo que sobró en la despensa. Con la barriga llena se echó a dormir una buena siesta. Falta le hacía. Estaba agotado.

 

Ella, tras fregar los platos, llevó el resto de la caza al carnicero, quien descontó lo que le debían. Como no se fiaba de su hijo se llegó a la taberna, y pagó la mitad de la deuda al Artemio. A primeros de mes saldaría el total de la cuenta y, por favor, que no la endeudara más, que le cerrara la puerta en las narices a su hijo.    

 

―No me pida eso. No puedo negarle la entrada. Átelo usted, si puede.

Al llegar a casa tuvo una seria conversación con Zascandil que con las orejas gachas parecía estar de acuerdo con lo que le pedía aquella mujer, aunque pareciera un despropósito.

A partir de ese bendito día el borrachín, azuzado por su perro, comenzó a levantarse de madrugada para salir a cazar. Ya no tenía tiempo de ir al bar. Y hasta llegó a sembrar pimientos, tomates y no sé cuántas cosas más en el huerto. Su chaqueta olía a rancio sudor y no a alcohol.

Si antes en el pueblo hablaban de él, ahora la que estaba en boca de todos era la madre, que tal parecía querer más al perro que al hijo.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

domingo, 20 de octubre de 2024

Nuevo Akelarre Literario nº 109: El Juego de la Oca

 


El juego de la oca es un pasatiempo de mesa para dos o más jugadores. Es un tablero con un recorrido en forma de caracol. Dependiendo de la casilla en la que se caiga, se puede avanzar o retroceder. Gana quien llega primero al «jardín de la oca», en la número 63.


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domingo, 13 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Ménage á six

 




No quería vestir de blanco, trataba de ser honesta consigo misma, pero nadie en su sano juicio se atrevería a sugerir semejante insensatez delante de un padre como el de Gertrudis. ¡Eran otros tiempos!

Fue él quien le impuso ese novio que ahí ven con cara de buena persona, siempre serio, y al que intentó oponerse sin éxito. Todo estaba hablado al milímetro entre los progenitores, eran amigos de toda la vida, de la misma posición social y las tierras lindaban unas con otras.  El futuro nieto unificaría las dos grandes fortunas. Cada uno aportó, de momento, una sólida dote.

La gente que conocía al prometido lo estimaba, pero en la novia esos sentimientos se encontraban a un nivel muy bajo, es más, la sacaba de quicio, por lo que tenía tales remordimientos, que la obligaban a respetarle, un poquito, no mucho.

En esa foto que presidía el dormitorio está la historia de sus vidas. Mirad las caras femeninas, deteneos en sus ojos, hay determinación, luego las masculinas, socarronas. Tal parece que les envuelve una atmósfera enrarecida como si cada uno creyera llevar las riendas de su vida.

De derecha a izquierda vemos el hombre al que Gertrudis amaba, casado con su mejor amiga, que a la vez estaba enamorada de aquel que juró ese mismo día, amar y ser fiel. Sufría por su desamor, no le hacía ni pizca de caso por lo que se entretenía con el último de la izquierda, el que tiene levantados la punta de los relucientes zapatos, al que su mujer engañaba con el que hoy celebraba su matrimonio. Eran tres parejas muy bien avenidas. No hay que pensar en futuras tragedias.

La madre de Gertrudis, a la que no se le escapaba nada, un día le susurró: Haz que dure esta perturbadora paz. Los sentimientos pueden ser cambiantes pero el patrimonio es inamovible. Y con un pañuelo bordado de hilo se retocó la mejilla.  

Esa bonanza perduró toda la vida. En la juventud demostraron, como buenas amigas, que compartir podía ser algo hermoso y excitante. Ya de mayores siendo viudas se reunían ‒como siempre habían hecho‒ una vez a la semana para criticar a quienes pasaban cerca de ellas, recordar esos momentos que dejan huella, comentar las últimas novedades, reír… Llorar, estaba prohibido. El surco que dejan las lágrimas no hay crema que lo disimule.

 

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 6 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Cuestión de gusto

 



Toda la vida he sido muy reflexiva. Y no es que lo piense, es que es la verdad. Si dedico una tarde a meditar, sé lo importante que es la lluvia, en lo generosa que son las nubes al dejar caer esas gotas de agua sin hacer distinciones, en lo delicioso que para algunos resulta bailar bajo una fría llovizna, pero… No me gusta mojarme, no me gustan los chaparrones y no me explico por qué tiene que llover de día cuando lo puede hacer por la noche, a esas horas en que la mayoría de los seres humanos duerme. Odio los paraguas, los odio.

Lo que, en verdad, adoro son los coches. Y si es un modelo antiguo mejor. ¡Ay, si tuviera dinero! ¡Qué colección tendría! ¡Qué bonito es andar sobre cuatro ruedas! Si llueve no te mojas, si cae granizo no te golpea la cabeza y si tienes prisa llegas antes. Cada vez que veo un clásico aparcado, me acerco con disimulo y me hago un selfie, un autorretrato como lo llama mi madre.

Se me van los ojos hacia el Benz Patent-Motorwagen, que aseguran fue el primer automóvil de la historia; hacia el Ford Modelo T que se popularizó entre la clase media; hacia el Rolls-Royce Silver Ghost que se consideró como el de mayor calidad. A todos los amo con locura. Si los coches fueran hombres, no me hubiese importado haber sido la amante de todos ellos. Pero, el único coche que hubo en mi familia fue un Seat 600, de segunda mano, al que llamaban Pelotilla.

Pasaron los años y no dejé de anhelar un hermoso automóvil. La falta de novios sin dinero para comprarlos fue la causa principal de mi sempiterna soltería. Cuando mi madre, a sus noventa años, me ve con la vista perdida detrás de uno de ellos, me pellizca y me hace ver lo desagradecida que soy. Dice que no he madurado, que no valoro la suerte que tengo. Y añade que, desde hace muchísimo tiempo, por ilusa, novelera, romanticona, mi familia decidió, sin consultarme, ser mi paraguas…, a falta de un coche.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 29 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Amor a la tierra

 




Padre quería que estudiara Derecho, madre aspiraba a que me hiciera médico, pero a mí lo que me gustaba era trabajar la tierra. Desesperados ante mi tozudez decidieron llevarme a las dos hectáreas de terreno con vides, un arroyo, una ondulante pradera y una casa destartalada. Era la herencia que mis abuelos le dejaron a su hijo y que no valoró hasta recordar que podía servir para quitarme de la cabeza la idea de convertirme en agricultor. Granjero, diría mi madre.

Allí me quedé por vez primera en mi vida: solo, triste, abandonado y sin dinero. Mis padres calcularon que la locura me duraría día y medio. Y a punto estuvieron de tener razón, pero un ángel de la guarda me guio a registrar armarios, estanterías, cajones, una vitrina (vasar, haría ver mi madre), y para mi sorpresa en todos ellos encontré pañuelos anudados con monedas suficientes para sobrevivir más de un año. Así que dije adiós a la pesadumbre.

De inmediato me puse a adecentar la casa, que si el tejado, que si las puertas no cerraban bien, que si las tuberías estaban oxidadas, que si una mano de pintura, que si los grifos, que si una buena limpieza, me costó Dios y ayuda acabar con los ratones, las serpientes, las telarañas…, creían que aquella era su casa y les tuve que hacer ver que era la mía.

Por muebles no tenía que preocuparme y por ajuar tampoco. Comidas y cenas las hacía en la taberna de la plaza del pueblo. Cada día tenía que andar un kilómetro de ida y otro de vuelta. Al cabo de dos meses sin descanso la casa quedó como nueva y mi piel se había vuelto morena.

Ahora le tocaba el turno al jardín, a la huerta, a las viñas, preparar la tierra para lo que decidiera sembrar. Y en eso estaba pensando cuando a lo lejos vi venir a un anciano con su cachava o cayado como lo llamaría mi madre. Ya os habréis dado cuenta que mi progenitora con las palabras tenía una desquiciante relación.

Aquel hombre que venía a paso lento se presentó quitándose el sombrero, y dijo ser el mejor amigo que había tenido el abuelo, que cumpliría 98 años en una semana, que la siembra no tenía secretos para él, que quería ser mi tutor. Me había estado vigilando desde mi llegada y por orden suya el tabernero me sonsacó a qué familia pertenecía, lo que pretendía, si era trabajador... Y había llegado a la conclusión que a pesar de mi juventud era un buen hombre.

¡Como tu abuelo!, exclamó.

 


© Marieta Alonso Más

 

domingo, 22 de septiembre de 2024

Amantes de mis cuentos: El trajín de cada día

 


 


Solo el olor penetrante a pan delataba la actividad del amanecer. Cerró la puerta y echó a andar. Cinco mil pasos, ni uno más, aunque si se pasaba no había problemas, mientras más ejercicio hiciera, mejor. Eso se lo había dicho el médico la semana pasada cuando fue a consulta. Lo que le sentaba fatal era tener que caminar por obligación. Ya estaba muy viejo para recibir órdenes.

Un papel pegado a un árbol le llamó la atención. Se colocó las gafas en la misma punta de la nariz, siempre las llevaba colgadas sobre su pecho y leyó las letras grandes: Feria del Libro. Para la letra pequeña necesitaba limpiar los cristales y del bolsillo izquierdo de su pantalón sacó un pañuelo blanco, las empañó con su aliento y las frotó. Era una acción que ejecutaba cada día. La Feria no estaba lejos de su casa. 

Le gustaban los libros. Era aún muy temprano, después del paseo, iría al Centro de Mayores para desayunar, luego echaría una partidita de cartas con los amigos, hablarían de política y discutirían de fútbol. Y como no tenía nada mejor que hacer, después de comer, hoy tocaba cocido madrileño completo, se iría a su casa y tras su media hora de siesta, allá a las seis de la tarde se acercaría a las casetas llenas de libros y de escritores. En cada caseta se pararía, aunque no pensaba comprar ni un solo libro. Ya tenía bastantes en su casa.

Todo salió como tenía programado, salvo que regresó a casa con más de media docena de ejemplares a los que no se pudo resistir: una novela histórica, otra romántica, otra de terror, otra de ciencia ficción, de aventura, negra, gótica y por último novela erótica, aunque dejó bien claro que era para un amigo suyo.

 

©Marieta Alonso Más