domingo, 29 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La loba

 






Ilustración de Carl Offterdinger

 (1829-1889)





Tras su divorció, emigró con sus siete hijos a la capital en busca de libertad, bienestar y sobre todo poner tierra por medio entre el agresivo de su marido y ellos. La ristra de hijos comprendía desde los nueve años del mayor hasta los seis meses del pequeño, cabían debajo de una canasta. Todas las mañanas salía a trabajar como asistenta. De lunes a viernes, los de edad escolar a clases y los otros una vecina se los cuidaba. Los sábados los mayores cuidaban de los pequeños durante la mañana. Cada vez que su madre salía les recomendaba no abrirle a nadie la puerta de la calle. Lo tenían prohibido. No se cansaba de repetirlo. Regresaba a las tres de la tarde, organizaba la casa y los llevaba a jugar al parque después de hacer la única comida fuerte del día.

Desde un banco del parque una mujer les observaba. Pensaba que la vida era injusta, que Dios le daba barba al que no tenía quijada porque aquella mujer sin medios económicos tenía siete hijos, en cambio, ella que lo tenía todo era estéril.

Los miraba de reojo, de frente, intentaba oír la charla infantil e ideaba la forma de ganarse la confianza de la madre y de los niños. Y así fue. Llegó a ser la señora de las chuches.

Un sábado por la mañana tocó a la puerta de la casa de los niños y dijo que les traía bocadillos. Tenían prohibido abrir la puerta, contestó el mayor.

—Pero si soy yo, vuestra amiga.

—No, no podemos abrir, cantaron a coro.

—Lástima, tendré que tirar los bocadillos.

—¿Por qué no nos lo llevas al parque?

—Es que esta tarde no voy a poder ir.

Mientras tanto el mayor iba trayendo libros al pie de la puerta para subirse en ellos y mirar por la mirilla. Comprobó que era la señora de las chuches:

—Le voy abrir, pero solo un momentico.

Dicho y hecho. Nada más abrir la puerta se arrepintió. La señora traía una cuerda y fue amarrando uno a uno menos al mayor que había salido corriendo a esconderse y al pequeño que lo llevaba en brazos. Ella no perdió tiempo en buscarle. Se marchó con los otros seis.

 

Al llegar la madre se sorprendió al ver la puerta de par en par. Histérica comenzó a llamar por sus nombres a sus hijos. Nadie contestaba. Fue de habitación en habitación. Al llegar a la cocina…

—¡Mamá!

—¿Dónde estás?

—Aquí.

Y siguiendo la voz le encontró casi morado metido en el frigorífico. Llamó a la policía mientras lo llevaba al Hospital. La policía ya estaba al tanto. La vecina que cuidaba por las mañanas a los pequeños lo había visto y oído todo y estaba a cargo de los seis pequeños. Tras las rejas, una mujer, gritaba que eran sus hijos.   

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 15 de junio de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 117: Misión de Nuestra Señora de la Purísima Concepción

 


Las misiones de la Alta California estaban situados a unos 48 kilómetros de distancia unas de otras, aproximadamente un día de viaje a caballo o tres días a pie. La tradición dice que los frailes plantaron granos de mostaza a lo largo del camino para marcarlo con brillantes flores amarillas.

Este mes las cuatro escritoras hacen un homenaje a quienes dejaron su impronta en la Historia.


 Pinchad el link y disfrutad

https://www.nuevoakelarreliterario.com/la-mision/ 

domingo, 8 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: La luz de la luna

 


 

Mi hermana y yo somos gemelas. Tenemos cinco años. Ella se llama América y yo Europa. Cosa de mis padres. A nosotras nos gustaría llamarnos Carmencita y Pilarín, pero no puede ser. Hay unos libros donde ya están escritos nuestros nombres.

Hace muchos días vinieron los abuelos a nuestra casa pusieron sábanas a los muebles, rellenaron una maleta con nuestra ropa, juguetes y un montón de papeles. Nos trajeron a su pueblo. Dicen que nuestros padres se fueron de viaje, nada menos que a la luna.  

La casa de los abuelos está muy cerca del río, es muy grande, con los techos muy altos, por las noches se oyen ruidos muy extraños, las maderas crujen como si alguien las pisara. El abuelo dice que no nos preocupemos, que son los fantasmas. 

Y nuestra mente de niñas se envalentonó, unas veces eran fantasmas buenos, otras malos. Se lo preguntamos a la abuela y nos dijo que ni fu ni fa y siguió con la cena. Las dos tomadas de la mano nos sentamos a pensar que así se llamaban y que por las noches con unas sábanas blancas mecidas por el viento entraban en nuestra habitación, se nos quedaban mirando y luego, ante el ventanal, contemplaban la luna.

Esa noche delante de la foto de bodas de nuestros padres les hablamos muy seriamente. Que regresaran, que se dejaran de tanto viajar, que cerca de nosotras vivían unos fantasmas a los que les gustaba la luna y que, quizás, por estar hambrientos —la abuela nos obligaba a comerlo todo— a lo mejor pretendían tragarse a los turistas de la luna. Que tuvieran mucho cuidado.

Al día siguiente estábamos jugando con nuestras muñecas tiradas en el suelo del comedor, cuando oímos a la abuela hablar en susurros con la vecina. Como es natural nos levantamos y pegamos las orejas a la puerta. Le decía llorando la tragedia que había caído sobre nuestra familia. Nuestros padres habían muerto en un accidente de coche.

Ahora sí que lo comprendimos todo. Los fantasmas no eran unos extraños, eran nuestros padres que nos arropaban de noche.  



© Marieta Alonso Más


domingo, 1 de junio de 2025

Amantes de mis cuentos: Séptimo cumpleaños

 



Por la puerta siempre abierta se asomaba la cara de un niño. Sus ojos, negro azabache, brillaban repletos de risas. En el establo que estaba a pocos metros, una vaca pateaba el suelo y otra estaba acostada sobre la hierba. Hasta él llegaba un penetrante olor: la mezcla de paja y estiércol.

Se oyó la voz de la abuela llamando a desayunar. Era el día de su cumpleaños. A mediodía irían a celebrarlo a casa de la tita Ofelia. Le encantaba comer en casa ajena. La abuela siempre hacía cocido, pero su tita, no. Al primero le llamaba aperitivos: queso, jamón, lomo, aceitunas, ensaladilla rusa… Todo le gustaba. Luego le ponía en el plato un inmenso filete de ternera que el abuelo cortaba a cachitos. De vez en cuando, el anciano le robaba uno y él hacía como si no lo hubiera visto. Por fin el postre: arroz con leche. Y el primer regalo. No sabía cómo se las ingeniaba, pero tita Ofelia siempre acertaba con lo que él más deseaba y eso que estaba en una silla de ruedas. El regalo de los abuelos era muy barato, cientos de besos. Lo demás eran malcriadeces, comentaban.

Luego volvían a la finca para recibir la visita de su tío Ramón y su tía Hortensia, las dos cuñadas se toleraban. Y lo mejor de todo, la llegada de sus cinco primos. Recibía más regalos y a jugar. Era feliz entre tanta gente, entre tantas emociones.

Pero aquel cumpleaños terminó en desastre. Uno de los primos corriendo tropezó con la mesa y el juego de té, la joya de la familia, se hizo añicos.

Han pasado muchos años. Y todavía recuerda la expresión de terror de la tía Hortensia y el grito de la abuela ¡Dios mío! Desde entonces detesta el té. Bebe café.

 

© Marieta Alonso Más    

 

 


domingo, 25 de mayo de 2025

Amantes de mis cuentos: No sé si soy normal

 


 

Tengo una amiga de la infancia. Estudiamos en el mismo colegio, en la misma Universidad, trabajamos en la misma Empresa, nos casamos el mismo año y cada una tuvo tres hijos: ella varones, yo chicas. Enviudamos con mes y medio de diferencia. Ya estamos jubiladas.

Por suerte, aunque vivimos en la misma ciudad, media hora de trayecto en autobús nos separa. Lo digo porque a veces me dan ganas de retorcerle el pescuezo. Si digo de ir al cine hay que ver la película que ella quiere, si vamos de compra considera una birria lo que a mí me gusta, si la animo a formar parte de un Club de Lectura, más de tres es multitud, si la invito a merendar pone pegas a todas las tapas y dulces que pongo en la mesa…

Pero, hoy, otra amiga se ha puesto a despotricar de ella y me ha sentado fatal.

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 18 de mayo de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 116: Una ventana abierta

 



En pleno mes de mayo, es hora de abrir las ventanas y dejar que la primavera entre en nuestras casas. Abrir una ventana es también abrir la mente, la imaginación y quizás la perspicacia. Abre tu ventana y disfruta de nuestros cuentos


Para disfrutar con nuestros cuentos:

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domingo, 11 de mayo de 2025

Amantes de mis cuentos: Historias de la niñez. El ferretero

  



A mis siete años ejercía el oficio de limpiabotas. Mi puesto de trabajo estaba en la esquina de una ferretería que vendía tornillos, sacos de cemento, herraduras y también cosas para el hogar. Cuando no tenía clientes pegaba mi nariz en el escaparate y contemplaba un precioso juego de café.

Raro era el día que el dueño no saliera a la puerta y me preguntara cómo me iba en el colegio, si sabía leer de corrido, las cuentas... Yo con la boca pequeña le decía: así, así... No me sentía con fuerzas para decirle que la mayor parte de las veces no iba a clases. Aquel hombre era conocido por todos los vecinos, pero no por su nombre, era el «Gallego». Llevaba en Cuba muchos años, más de sesenta.

Un día me preguntó si bebía café y yo le contesté que no, que solo un buchito del de mi madre.

—Entonces, te gustan los platos y las tazas.

—Tampoco.

Puso cara de extrañeza. Yo le conté que un día a mi madre se le aguaron los ojos al ver aquellas tazas tan bonitas y dándose la vuelta me había dicho: Cuando seas mayor, me comprarás uno igual ¿verdad, cariño? Desde entonces cada vez que recibía una propina la guardaba en mi alcancía.

El «Gallego» poniéndome el brazo sobre los hombros, sonrió:

—Vamos a hablar de hombre a hombre.

—Pero, yo solo soy un niño.

Hicimos un trato. Todas las tardes haría con él las tareas del colegio y leeríamos poco a poco un libro de cuentos. Si a final de curso aprobaba, ganaría un juego de café idéntico al del escaparate, pero en vez de doce, serían seis tazas, seis platos, seis cucharillas, y si sacaba sobresaliente añadiría una jarra para el café, otra para la leche y un azucarero.

—¿Estás de acuerdo?

No pude contestarle. Los ojos los tenía como platos.

Cada tarde aquel hombre me sentaba en la trastienda y allí aprendí a leer, a escribir…  Un acierto un mango, dos aciertos una timba de guayaba, por cada error un coscorrón, que no me dolía, aunque yo gritara para que pensara lo contrario.

Cuando pasé de grado, mi madre tuvo una gran sorpresa: 21 piezas de aquel juego de café con el que soñaba.

 

© Marieta Alonso Más