domingo, 17 de noviembre de 2024

Nuevo Akelarre Literario nº 110: El cochecito de bebé

 



El primer cochecito fue fabricado en 1733 por el arquitecto inglés William Kent, quien recibió el encargo del duque de Devonshire para sus hijos. 

Disfrutad con nuestros cuentos pinchando en el link.

https://www.nuevoakelarreliterario.com/el-cochecito-de-bebe/ 

domingo, 10 de noviembre de 2024

Amantes de mis cuentos: La vida es puro teatro

 




En una aldea lejana, una vez al año, hace ya mucho tiempo venía una compañía de actores. Titiriteros les llamaban. Tenían matiné para los niños y función de noche para los mayores. Todo un fin de semana.

Se utilizaba el viejo pósito para esos menesteres, pero una noche lo cerraron. Para modernizarlo, dijeron, pero por allí no se había acercado ningún albañil. Y las malas lenguas comentaban que fue por culpa de la última obra puesta en escena.

Ocurría en un país imaginario.

En una noche de verano, sin avisar, llevaron al juzgado a todos los hombres que se dedicaban a la política.

A los que pudieron demostrar que antes de dedicarse a velar por el interés general de los ciudadanos tenían un puesto de trabajo, al que, al cabo de los años prescritos iban a volver, y prometían renunciar a ciertos privilegios cuando llegara ese momento, ya que podrían vivir de su jubilación como cualquier bicho viviente, los sentaban en unas sillas verdes.

A los que abogaban por unos derechos fundamentales, por unas prebendas al final de sus años de servicio, ya que habían dedicado parte de su vida al bien común y se consideraban merecedores de ellas, los sentaban en unas sillas rojas.

Ante el magistrado cada grupo defendió su postura. Ambos bandos demostraron esa gran facilidad de palabra, ese don para convencer, ese liderazgo que influye en las personas.  

Lo hicieron tan bien que el público se dividió en dos facciones y enardecidos gritaban y se lanzaban unos a otros insultos.

El togado pedía: ¡Orden en la sala! Pero lo que no sabía aquel actor era que a los de aquella aldea había que echarles de comer aparte cuando defendían sus opiniones. Tuvo que venir el señor alcalde con su bastón de mando acompañado de la guardia local.

O cada cual se iba a su casa sin más alboroto o los llevaban a la cárcel durante treinta días, eso dijo el pregonero que tenía una voz que se oía en todos los rincones. Mano de santo. Era época de recolección. 

Así, de pronto, como por arte de magia, los sublevados se pusieron de acuerdo y comenzaron a abuchear a los actores. Eran los culpables de su mal comportamiento. El alcalde rascándose el cogote dio con una solución salomónica. Se devolvería a los asistentes la mitad del precio de la entrada, ya que al final el togado no había tenido tiempo de dictaminar sentencia. La obra había quedado inconclusa.

Desde entonces ningún volatinero ha asomado la cabeza por aquellos lares y algunos se preguntan: ¿Por qué?

 


 

© Marieta Alonso Más

domingo, 3 de noviembre de 2024

Amantes de mis cuentos: Mi vida. un laberinto

 




No sé por dónde salir. Quiero a mi marido, aunque cueste creerlo. El mundo sabe que es un cantamañanas. No necesita fingir, se le nota, pero lo quiero, aunque hace una semana le fui infiel y no siento ningún remordimiento. Tampoco ansío repetir la faena. Lo único que recuerdo de ese desconocido es que tenía el pelo gris haciendo juego con su bigote. Como soy discreta, no contaré lo ocurrido, solo se lo comenté a la tía Maite.

 

Ella había dejado al novio a la puerta de la iglesia por un tipo veinte años mayor: calvo, aburrido e impertinente. Lo mejor que tenía el elegido era su abultado monedero producto de sus sustanciosas cuentas de ahorro. Aunque hay que reconocerle que tuvo una cosa verdaderamente buena, morirse a tiempo, dejando a su viuda todos sus bienes. Cosa que ella agradeció.

 

La tía Maite ayudó a toda la familia, a sus padres les compró un piso, a la abuela una tumba, a sus hermanos la entrada para montar un negocio y a todos los sobrinos bicicletas y patines. Hasta el exnovio salió beneficiado, le compró un billete de avión para que se fuera a Australia, lo más lejos posible para no caer en tentaciones.

 

Anoche, sin venir a cuento, tía Maite murió dejándome heredera. En una nota escrita con letra de molde, me instaba a viajar a Creta, sin marido, a que caminara por el circuito de los siete meandros.

 

«Utiliza la cabeza para salir de tu laberinto, espabila y toma buenas decisiones, que la vida es corta.»

 

 

© Marieta Alonso Más

 

 

domingo, 27 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: El arte de ladrar

 




Era de esas personas que no pensaba demasiado y cada tarde, aun sabiendo que le era perjudicial, los pies lo llevaban a la taberna de Artemio, quien unas veces le ponía vino y otras, cerveza.  

 

Aquella estrellada noche de verano alcanzó tales alturas el entusiasmo de su borrachera que comenzó a imitar el ladrido del perrillo, feo, sarnoso y sin pedigrí, que lo miraba desde un rincón.

 

―No me gustan los perros ―dijo con voz pastosa.

 

A saber lo que entendería el chucho que al oírlo saltó a sus brazos y le puso la cabeza en el hombro. Así se fue tambaleando hasta casa, en la que amaneció al día siguiente abrazado a otro ser vivo.

 

Cuando su madre le vino a despertar, que espabilara, que no tenían nada para comer, se encontró con aquel cuadro que destilaba ternura.

 

―¡Arriba, haragán!

 

Con tal de no escuchar la diaria cantinela se vistió, desayunó, puso la escopeta al hombro y se fue con la intención de seguir durmiendo recostado contra el tronco de un álamo. No llevaba mucho tiempo roncando cuando sintió aullar a aquel retaco de cánido, que con el hocico le estaba acercando la escopeta. Unos tiros se oían en la lejanía. Para que el perro tuviera una buena opinión de él, no fuera a pensar que era un tanto cobarde, o peor aún, un mal cazador, se puso la mira en el ojo y disparó. El animalito salió como una flecha y al cabo del rato regresó con una liebre en el hocico.

 

Se rascó la cabeza. Por culpa de esas manos que les había dado por temblar, llevaba años sin acertar a nada que se moviese. Aguzó el oído por si alguien venía a reclamar su presa. Silencio. Recordó que estaban a mediados de mes y ya se había gastado la mísera pensión de madre, y tenían que comer. Sintió un ruido y volvió a disparar. Esta vez vino con una perdiz.

 

¡Sí que era de ley el perrucho! Habría que ponerle un nombre, y le llamó Zascandil ―así era como le tildaba su madre siendo niño―. Y entre disparos y carreras volvió a su casa con un total de diez palomas, cuatro liebres y dos perdices.

 

Ese día su madre preparó un estofado de liebre que, de tan bueno, hizo que se chupara los dedos. Mejor prevenir, dijo la mujer guardando lo que sobró en la despensa. Con la barriga llena se echó a dormir una buena siesta. Falta le hacía. Estaba agotado.

 

Ella, tras fregar los platos, llevó el resto de la caza al carnicero, quien descontó lo que le debían. Como no se fiaba de su hijo se llegó a la taberna, y pagó la mitad de la deuda al Artemio. A primeros de mes saldaría el total de la cuenta y, por favor, que no la endeudara más, que le cerrara la puerta en las narices a su hijo.    

 

―No me pida eso. No puedo negarle la entrada. Átelo usted, si puede.

Al llegar a casa tuvo una seria conversación con Zascandil que con las orejas gachas parecía estar de acuerdo con lo que le pedía aquella mujer, aunque pareciera un despropósito.

A partir de ese bendito día el borrachín, azuzado por su perro, comenzó a levantarse de madrugada para salir a cazar. Ya no tenía tiempo de ir al bar. Y hasta llegó a sembrar pimientos, tomates y no sé cuántas cosas más en el huerto. Su chaqueta olía a rancio sudor y no a alcohol.

Si antes en el pueblo hablaban de él, ahora la que estaba en boca de todos era la madre, que tal parecía querer más al perro que al hijo.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

domingo, 20 de octubre de 2024

Nuevo Akelarre Literario nº 109: El Juego de la Oca

 


El juego de la oca es un pasatiempo de mesa para dos o más jugadores. Es un tablero con un recorrido en forma de caracol. Dependiendo de la casilla en la que se caiga, se puede avanzar o retroceder. Gana quien llega primero al «jardín de la oca», en la número 63.


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domingo, 13 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Ménage á six

 




No quería vestir de blanco, trataba de ser honesta consigo misma, pero nadie en su sano juicio se atrevería a sugerir semejante insensatez delante de un padre como el de Gertrudis. ¡Eran otros tiempos!

Fue él quien le impuso ese novio que ahí ven con cara de buena persona, siempre serio, y al que intentó oponerse sin éxito. Todo estaba hablado al milímetro entre los progenitores, eran amigos de toda la vida, de la misma posición social y las tierras lindaban unas con otras.  El futuro nieto unificaría las dos grandes fortunas. Cada uno aportó, de momento, una sólida dote.

La gente que conocía al prometido lo estimaba, pero en la novia esos sentimientos se encontraban a un nivel muy bajo, es más, la sacaba de quicio, por lo que tenía tales remordimientos, que la obligaban a respetarle, un poquito, no mucho.

En esa foto que presidía el dormitorio está la historia de sus vidas. Mirad las caras femeninas, deteneos en sus ojos, hay determinación, luego las masculinas, socarronas. Tal parece que les envuelve una atmósfera enrarecida como si cada uno creyera llevar las riendas de su vida.

De derecha a izquierda vemos el hombre al que Gertrudis amaba, casado con su mejor amiga, que a la vez estaba enamorada de aquel que juró ese mismo día, amar y ser fiel. Sufría por su desamor, no le hacía ni pizca de caso por lo que se entretenía con el último de la izquierda, el que tiene levantados la punta de los relucientes zapatos, al que su mujer engañaba con el que hoy celebraba su matrimonio. Eran tres parejas muy bien avenidas. No hay que pensar en futuras tragedias.

La madre de Gertrudis, a la que no se le escapaba nada, un día le susurró: Haz que dure esta perturbadora paz. Los sentimientos pueden ser cambiantes pero el patrimonio es inamovible. Y con un pañuelo bordado de hilo se retocó la mejilla.  

Esa bonanza perduró toda la vida. En la juventud demostraron, como buenas amigas, que compartir podía ser algo hermoso y excitante. Ya de mayores siendo viudas se reunían ‒como siempre habían hecho‒ una vez a la semana para criticar a quienes pasaban cerca de ellas, recordar esos momentos que dejan huella, comentar las últimas novedades, reír… Llorar, estaba prohibido. El surco que dejan las lágrimas no hay crema que lo disimule.

 

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 6 de octubre de 2024

Amantes de mis cuentos: Cuestión de gusto

 



Toda la vida he sido muy reflexiva. Y no es que lo piense, es que es la verdad. Si dedico una tarde a meditar, sé lo importante que es la lluvia, en lo generosa que son las nubes al dejar caer esas gotas de agua sin hacer distinciones, en lo delicioso que para algunos resulta bailar bajo una fría llovizna, pero… No me gusta mojarme, no me gustan los chaparrones y no me explico por qué tiene que llover de día cuando lo puede hacer por la noche, a esas horas en que la mayoría de los seres humanos duerme. Odio los paraguas, los odio.

Lo que, en verdad, adoro son los coches. Y si es un modelo antiguo mejor. ¡Ay, si tuviera dinero! ¡Qué colección tendría! ¡Qué bonito es andar sobre cuatro ruedas! Si llueve no te mojas, si cae granizo no te golpea la cabeza y si tienes prisa llegas antes. Cada vez que veo un clásico aparcado, me acerco con disimulo y me hago un selfie, un autorretrato como lo llama mi madre.

Se me van los ojos hacia el Benz Patent-Motorwagen, que aseguran fue el primer automóvil de la historia; hacia el Ford Modelo T que se popularizó entre la clase media; hacia el Rolls-Royce Silver Ghost que se consideró como el de mayor calidad. A todos los amo con locura. Si los coches fueran hombres, no me hubiese importado haber sido la amante de todos ellos. Pero, el único coche que hubo en mi familia fue un Seat 600, de segunda mano, al que llamaban Pelotilla.

Pasaron los años y no dejé de anhelar un hermoso automóvil. La falta de novios sin dinero para comprarlos fue la causa principal de mi sempiterna soltería. Cuando mi madre, a sus noventa años, me ve con la vista perdida detrás de uno de ellos, me pellizca y me hace ver lo desagradecida que soy. Dice que no he madurado, que no valoro la suerte que tengo. Y añade que, desde hace muchísimo tiempo, por ilusa, novelera, romanticona, mi familia decidió, sin consultarme, ser mi paraguas…, a falta de un coche.

 

© Marieta Alonso Más