domingo, 14 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: El secreto de la vida

 



 

Abrió el frigorífico, lo volvió a cerrar y protestó por no tener leche fría. Ningún recipiente, bote, frasco, brik, estaba a la vista.

¡Mamá! ¿Dónde está la leche?

Silencio

¡Mamá!

El abuelo levantó la vista del crucigrama. Este adolescente se creía que con desear y pedir lo obtenía todo.

—Hijo, no sé si sabrás que las vacas, las cabras, las llamas no dan leche, así como así. Hay que ordeñarlas.

El chaval, por un momento dejó el móvil, lo miró con cara de aburrimiento y soltó:

—Abuelo, estás tonto.

Este, puesto en pie, se ponía la chaqueta para dar su paseo diario.

—Hijo, para que tú bebas leche, alguien se levantó a las cuatro de la madrugada, fue al establo, caminó entre excrementos, ató las colas, las patas, se sentó en un banquito, colocó el balde e hizo los movimientos adecuados.

—Déjame en paz, carcamal. Ya estás con tus historias.

El abuelo se dio la vuelta. No sabía cómo hacerle entender que no todo es fácil, que la realidad no es color de rosa, que la felicidad es el resultado del esfuerzo.

Al llegar a la puerta de la calle, retrocedió. Se acercó a su nieto y le dio un ligero coscorrón y un beso en la espesa cabellera. Nunca se sabe, pensó, si al doblar la esquina, llega el último día, el último abrazo, el último…

Y no quería que, cada vez, que su nieto tomara leche recordara lo borde que había sido con su abuelo.

 

© Marieta Alonso Más

domingo, 7 de septiembre de 2025

Amantes de mis cuentos: La musa enamorada

 




A veces, en primavera, cuando la luz de la tarde se filtra por la ventana, se le escapaban suspiros.

Un olor a pimienta y canela, hizo que levantara la cabeza y husmeara el aire. Se preguntó atónita si no sería cierto aquello de que el dueño del cortijo y la lavandera hablaban de amores. Pero, eso a ella… ¿Qué le importaba? Su pensamiento voló muy lejos.

Sus padres tenían una cabaña de troncos al pie de la sierra del Rosario, en Cuba. En ella nunca Robert Redford le lavó el pelo. Lástima. Un paisaje tropical como aquél era un recreo para la vista, y a lo mejor, ese hombre que levantaba pasiones se hubiese olvidado de que ella no era Meryl Streep. Por ese detalle insignificante, su querido actor nunca podría oír el murmullo del riachuelo, ni el canto del sinsonte, ni el ulular del viento entre los árboles.

Regresó del ensueño y posó sus pies en su nueva tierra. No se podía ser tan soñadora. ¡Era tan dada a mecerse entre las nubes! De pronto, percibió un leve olor a gasolina. Oyó el ruido de un motor. Giró la cabeza, un Land Rover aparcaba enfrente de su ventana. Se bajó un hombre. Más feo, imposible.

Pero no fue hacia su casa, sino a la que lindaba con la de ella que siempre había estado cerrada. ¡Si hasta las telarañas se habían adueñado de aquella preciosa vivienda! Oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Luego, el silencio. Al rato el sonido de las teclas de un piano inundó la plaza.

Despacio se levantó, siguiendo las notas musicales. Subió a un árbol a fisgonear y vio unas manos deslizándose por el teclado. Unas manos de dedos largos, finos, ágiles… Unos dedos capaces de crear no solo sonidos, también profundos sentimientos. Y quizás, incluso, podrían lavarle el pelo…

 

© Marieta Alonso Más

 

domingo, 24 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: El poeta

 


 

Mi primo Nicolás contaba que cuando él vino a este mundo nadie le estaba esperando y su dolor profundo lo aliviaba caminando.

Nos reuníamos en el café de Víctor y cuando se levantaba filosófico solía mirar a los hombres pasar porque hay que mirar para ver, te digo, hay mucha gente que llora. Yo, en cambio, me río, porque la risa es salud.  

Conoció a su mujer de una callada manera. La conquistó como si fuera la primavera porque una tarde dando un paseo le derramó en la camisa todas las flores de abril.  

Yo, ingenuo, pobre de mí, creía todo lo que me contaba, hasta que la conocí a ella. Entre risas me ponía al tanto: esto sí, esto no.  

Y los tres a carcajada limpia brindábamos por todo. Por Nicolás, tan primaveral, te digo. Por ella, que era como el otoño, como los fuertes vientos. Por los hijos que no tuvieron y los estaban esperando. Por mí, que lo veía todo como si fuera un invierno sin abrigo. Por nosotros. Por el tiempo que pasa tan rápido y a veces tan lento. Por abril, por noviembre, por febrero. Y por la vida. Esa que a veces te llena de costurones.

Te digo.

 

© Marieta Alonso Más

 

 

Pequeño homenaje a la poesía de Nicolás Guillén que lleva días rondando en mi cabeza, zarandeándome, de no tan callada manera.

domingo, 17 de agosto de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 119: Después del baño. Sorolla

 



Este cuadro de Joaquín Sorolla, nos muestra dos mujeres volcadas sobre un niño. Es una escena en la que se plasma la luz que el pintor supo captar con maestría, especialmente en estas obras de playa y mar.

Esta bella imagen ha dado motivo a nuestras autoras a unos cuentos muy diferentes, con familias unas perfectas y otras más complicadas de lo que parecen.


Disfrutad con nuestros cuentos, pinchando en el link


https://www.nuevoakelarreliterario.com/despues-del-bano/

domingo, 10 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Final de curso

  



Había ido a recoger a mi hija cuando vi a un hombre enorme, tan gordo como alto a la entrada del colegio. Su vozarrón era como un cañonazo y mi niña comenzó a llorar, a temblar.

—No llores, no tengas miedo.

Quien así hablaba era uno de los profesores. El de los ojos grandes, verdes como la pradera, como los aguacates, tan luminosos que se reflejaba en ellos lo que estaba mirando. Me saludó con amabilidad. Se fue hacia aquel hombretón y le plantó cara. El mastodonte, con la cabeza gacha, se alejó.  Luego, ojos bellos, nos explicó que aquel individuo era como un viejo león que de vez en cuando quería comprobar que aún era capaz de rugir. 

Nos miramos, y no sé lo que sentí. Mi corazón dejó de latir por un segundo. En sus ojos vi el mismo fuego que en los míos. Caminamos hacia nuestras casas sin hablar, de vez en cuando nos mirábamos y sonreíamos. Vivíamos cerca. Adiós, me dijo; y me puse roja como la grana. Tras la cena, me senté como todas las noches a escribir. Tenía que terminar una novela, el editor ya había dado un ultimátum. Sonó el teléfono. Mi niña contestó, lo trajo y se sentó a mi lado. Era para mí.

La voz al otro lado dijo algo. Aparté del oído el aparato y lo miré con asombro, con emoción. Volví a escuchar para no perder detalle. Me estaba diciendo que desde principio de curso se había enamorado, que había encontrado a esa persona que lo hacía mejor, que iba a ser muy claro conmigo. ¿Sentía yo lo mismo que él? Silencio. Aquel instante fue eterno. Mi hija, al verme tan callada, con los ojos humedecidos tomó el auricular y gritó:

—Sí, sí, sí. Mi mamá está afónica y no puede responder.

La imagen del viejo león me vino a la cabeza. Gracias a su rugido mi querido profesor había tenido el valor de llamar.

 

© Marieta Alonso Más

 


domingo, 3 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Al oeste

 



Aleida era cubana y Peter estadounidense. Vivían en Wyoming. Se conocieron de casualidad. El mismo día que ella salió de su tierra, bajando las escalerillas del avión tropezó y cayó en brazos de Peter. Eso fue suficiente. Su matrimonio duró sesenta años.

Peter, un bendito, había ido por un año a Miami a trabajar en el aeropuerto y allí había encontrado la felicidad, repetía sonriendo una y otra vez. Siempre había soñado con volver a su terruño y dedicarse a la agricultura que era para lo que había nacido, pero la vida lo llevó a ser guarda del primer parque nacional del mundo: Yellowstone.

Contaba a su mujer, que mucho tiempo atrás, los grandes rebaños de bisontes deambulaban por allí. Y ella le contestaba con picardía, en español, idioma difícil para él, que le gustaba la Pradera por la forma tan lujuriosa con que crecía la hierba, por los osos grises, los lobos, los alces…, y por su cara, ajada, con esos surcos profundos de una vida al sol tan parecidos al curso del río Cheyenne. Como hablaba tan bajito, tan dulce, tan amorosa, Peter entendía lo que quería oír.

Al principio sus padres pensaron que, siendo habanera, no pasaría mucho tiempo sin que regresara al bullicio de Miami, pero no, Aleida se enamoró de las Rocosas, de las Praderas, de su casa tan recogidita, tan suya y con un terreno que la bordeaba donde podía tener un jardín.

Al principio, como es natural, solo hablaba cubano, se entendía con su marido por señas, al tacto, miradas, hasta que aprendió con una rapidez escalofriante el inglés y en su fuero interno alardeaba de hablarlo mejor que él.  

La casa de los Smith lindaba a ambos lados con otras dos casas idénticas. En una vivía un matrimonio que se ufanaba de ser de origen arapaho y en la otra la familia era descendiente de los crow. Y como no podía ser de otra forma, siendo cubana, Aleida ideó poner en el patio un tipi donde las tres mujeres se reunían a chismear de los otros vecinos, a coser alfombras, mantas, a intercambiar recetas de cocina.

Todos los veranos la familia de Aleida se presentaba y dormían en la tienda mejor diseñada del mundo, ese irrebatible criterio general. Y los animaban a mudarse para Miami, donde el clima era sinónimo de felicidad. Y ella contestaba que no podía ir a buscar lo que ya tenía.

Los años fueron pasando, llegaron los hijos, los nietos y los descendientes de aquel matrimonio cubano norteamericano se mezclaron con amerindios, mexicanos, asiáticos, españoles…, y la cubana aseguraba que su familia era tan inteligente, con tanta belleza interior y exterior, gracias a las mezclas que había en ella.  

Una noche de primavera, Aleida muy enferma, a sus ochenta años, sentada en el porche con su marido al lado le oyó decir que ella, para él, era la diosa del amor. Mirándolo de reojo le advirtió: Recuerda que Venus es siempre la primera luz del cielo y te estaré vigilando. Y con esa sonrisa suya, rodeada de flores, se marchó.

Cada noche tras el ocaso, él busca ese planeta y le cuenta lo que ha hecho durante el día.

 




© Marieta Alonso Más

domingo, 27 de julio de 2025

Amantes de mis cuentos: Ardilla talentuda

 



Me gustan los animales. Lo juro. Hasta los de dos patas. Pero con las ardillas tengo un problema, las hay de todos los tipos: burlonas, serias, juguetonas…

Las del parque de mi casa suben y bajan por los árboles con una agilidad pasmosa, algunas se han sentado en mi ventana a ver la televisión y el otro día vi a una esperando que se pusiera rojo el semáforo para atravesar la calle. La cola les sirve de timón.

Su alimento preferido son las nueces, pero la que se piensa que yo soy su padre come bayas, insectos, alpiste, rosetas de maíz, hasta la he visto saborear mis pastillas para la tos.

Me dijeron que les gustaba la música, pero la que me tiene en un sin vivir no se conmueve ni con Mozart, lo que le gusta es molestar a mi perro Lupus, a mi gato Tigre, a mi canario Kraus. Pasa corriendo junto a ellos, se trepa al árbol más cercano y desde allí se burla de sus ladridos, maullidos y trinos.

Cuando salgo a la calle me sigue saltando de rama en rama. Y eso que antes de abrir la puerta, por la ventana, compruebo si está por los alrededores. Tiene que tener un escondite secreto desde el que me vigila. Pues por muy sigiloso que ande: ¡de pronto!, salta la ardilla.

Desesperado me senté en el parque y hablé al árbol más frondoso. Sabía que estaba allí. 

A ver, Petigrís, vamos a ser sensatos. Si quieres vivir en mi casa, tienes que ser amigo de quienes ya vivían en ella antes de que aparecieras. Esta familia forma un equipo. Si te sientas a mi lado es que aceptas mis condiciones. Si no te interesa, aléjate. Y la muy cuca se sentó, me miró con cara de buena persona y le guiñó un ojo a Lupus y el otro a Tigre. No sé lo que pensará Kraus de la nueva adquisición.

 

© Marieta Alonso Más