domingo, 26 de agosto de 2018

Amantes de mis cuentos: Negociante precoz

Máquina de escribir Underwood nº 3 de carro ancho.
Fabricada en 1929 con teclado español

Érase una vez una niña -casi con nueve años- que se sentía feliz rebuscando en la trastienda de la librería de su padre. Aquella habitación tenía magia, con anaqueles abarrotados de libros, y con una escalera que le ayudaba a llegar a todos los rincones. Muchas veces ni se bajaba de ella se sentaba en el último peldaño y allí leía, leía y leía…

Un día en vez de subir en busca de un libro se sentó en el suelo, no mejor acostada, pensó. Al hacerlo descubrió una caja en un rincón. Poco a poco la fue sacando, la abrió y ¡Sorpresa! Estaba llena de cuentos con dibujos en un formato de libro pequeño, de bolsillo.
Con muchos besos y abrazos le pidió a su padre, que entraba en aquel momento:

-¿Me los regalas, papi?

-Sí, pero largo de aquí que vamos a echar serrín. Estamos de limpieza.

No se hizo de rogar. Empujando la caja unas veces con las manos y otras con los pies logró llevarla a su casa y en la cabecera de su cama fue colocando todos aquellos cuentos. En una semana se los había leído todos. Su madre venga a regañarla porque no secaba los cubiertos, no hacía las tareas escolares, no contestaba si se le llamaba…

A la salida del colegio, dos veces por semana, debía ir a aprender mecanografía y los dedos le dolían porque había que dar con mucha fuerza a las teclas de una máquina de escribir Underwood: «q w e r t» con la mano izquierda, «p o i u y» con la mano derecha. En casa practicaba con una que había sido de su abuelo. ¡Qué aburrido!

Una luz en su cerebro se encendió. Si escribía a máquina los cuentos que tanto le habían gustado… mataba dos pájaros de un tiro, practicaba mecanografía y podría venderlos a sus compañeritos de la escuela. Su madre no daba crédito: Esa tarde las teclas estuvieron durante más de cinco horas tac, tac, tac… tac, tac, tac… hasta hubo que llamarla dos veces a cenar y eso que había croquetas, su comida preferida.

Al día siguiente se levantó una hora antes de lo habitual, pidió a su padre que le ayudara a grapar las hojas, mientras ella las iba poniendo por orden. Eran cinco cuentos completos que guardó en su cartera del colegio.

Después del saludo a la bandera, nada más entrar a clases tenía sus cinco cuentos vendidos a mitad de precio de los originales por no tener éstos dibujos y les hacía ver cuánto se habían ahorrado. Los demás también querían y fue anotando en una lista los títulos que le fueron pidiendo. Ese fin de semana hubo una larga cola de niños hambrientos de cuentos ante su casa.

Y así fueron pasando los días, con tanto practicar ya tenía una velocidad impensable con aquellas teclas.

Una tarde de exámenes en vez de estar contestando a las preguntas se dedicó a entregar los cuentos solicitados, la maestra de lejos, observaba. No, no estaban jugando, ni copiando unos de otros sino que había un gran trasiego de compra, venta e intercambios, como en un mercado. ¿Qué era aquello?

Se acercó, escuchó, ordenó comenzar el examen y recogió los cuentos que estaban por vender. Yéndose a su mesa les echó un vistazo. Pensando, pensando… Consideró que era una forma como otra cualquier de que sus alumnos se animaran a leer y a medida que le iban entregando los exámenes se los fue vendiendo, como un favor especial a aquella niña, lectora empedernida, capaz de emprender a sus pocos años tan buen negocio.


© Marieta Alonso Más

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