domingo, 13 de agosto de 2017

Amantes de mis cuentos: Ida y vuelta



Era invierno. El frío se colaba por las rendijas hiriéndome la cara, las manos y el trocito de pierna que se quedaba al aire entre los calcetines y el pantalón. Estaba aburrida y cansada de tanto esperar. No sé qué hacía allí, encaramada en nuestra única maleta. Mi mamá me aconsejó no tocar nada. Nos vamos a otro país en busca de una buena vida, eso lo dijo papá y mamá contestó que era lo mejor que se podía hacer si queríamos salvar el pellejo. Estoy triste. No tengo con quién jugar. No hay ningún niño a la vista. Y como mis padres están nerviosos, es mejor que me aleje de ellos no sea que reciba una regañina. Al no tener nada que hacer, me tumbé en el suelo, y me dormí.

Recuerdo ese día como si fuera ayer ¡Y ya han pasado setenta años! Aquella niña hoy habla, sueña y piensa en francés. Con mis padres fue distinto. Ellos no llegaron a aprender bien el nuevo idioma, lo chapurreaban, con terminar las palabras en “e” pensaban que les entendían. Lo que sí hicimos siempre fue comer en español: cocido, tortilla de patatas, paella.

Con ellos hablaba nuestra lengua materna y con los demás en mi idioma de adopción. Cuando teníamos que hacer alguna gestión en la escuela o ir al médico, les servía de intérprete desde bien chiquita. En el mercado, al principio, mi madre se hacía entender por señas, pero luego aprendió las palabras necesarias para comprar.

Trabajó en una fábrica de cerveza y regresaba a casa agotada, mi padre como era un gran mecánico, entró en Peugeot, y a la noche se desplomaba estrepitosamente en su sillón preferido.

−Da gracias a Dios que no tienes que estar en la construcción−, le reconvenía mi madre.

Los años fueron pasando y mis padres no dejaban de mirar hacia España. Yo, en cambio, con la vista puesta en París me fui a estudiar a la Sorbona. Me casé con un chico francés, a pesar de que mis padres pusieran el grito en el cielo.

−Ahora sí que nunca regresaremos a nuestra tierra. Entre Franco que no se muere y la niña que se casa, ¡apañados vamos!− rezongaba mi madre.

En mi nuevo hogar pasar de una lengua a otra era lo habitual, así mis hijos tuvieron dos idiomas sin grandes esfuerzos y pudieron comunicarse con los abuelos, que les enseñaban a cantar villancicos, coplas, a bailar la jota y a comer como es debido.

Hoy regreso a España con uno de mis hijos, el soltero, que a sus muchos años no quiere dejar de cumplir lo que prometió siendo niño a los abuelos: volver en su nombre.

Y me siento extraña. 


© Marieta Alonso Más

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